martes, 15 de septiembre de 2015

Pupa


Por Roberto Elenes




Con los dedos de las manos pueden contarse las personas que, habiendo visto el rostro de Telda, hayan vivido para contarlo. Antonio de León y Gama, en la segunda edición aumentada de su libro Descripción histórica y cronológica de las dos piedras, a cargo de Carlos María de Bustamantes, identifica a Telda como una deidad femenina terrestre vinculada con los nueve señores de la noche del mundo mesoamericano, llamada Cuitlapanton o Cuitlatlapachoto, una de las diosas del maíz, de cuya descripción más certera habla este autor: «Dicen que en aquellos tiempos muchas veces aparecía una mujer enana en forma de una pequeña niña muy bien vestida y ataviada, de largos y extendidos cabellos, que llamaban Cuitlapanton o Cuitlatlapachoto: la significación de la aparición de esta era de muerte o de alguna gran desgracia, y así el que la veía entendía que en breve tiempo habría de morir por enfermedad inevitable o por otro repentino caso no pensado ni sabido, o cuando quedase con la vida, habría de ser muy pobre y desventurado, y con muchas prisiones y calamidades, hambres y privaciones de oficios y dignidades. Decían que esta fantasma era diosa del maíz y no aparecía sino a uno solo».



Esto último es cierto, dirían los pocos que han vivido para contarlo, aunque lo de diosa nutricia esté por verse aún, por más deidad teutónica que pueda considerársele a Telda, conocida en el mundo mesoamericano como Cuitlapanton o Cuitlatlapachoto.



Una de las pocas personas que ha logrado sobrevivir a esta singular experiencia es Stan Evans, que en 1972 tomaba los cursos de verano impartidos para estudiantes extranjeros en la Facultad de Filosofía y Letras de la Autónoma de México. No obstante, el precio que tuvo que pagar por una vivencia de antemano jamás buscada fue muy alto.

Todo empezó aquella noche de su cumpleaños, el 15 de agosto, en la casa de huéspedes de Adelina Landázuri, por Viaducto, después de un pequeño convivio en su honor, en el que Evans apagó un pastel con sus veintidós velitas, acompañado de chocolate caliente y otras fruslerías. Al terminar la fiesta, el joven se despidió de los demás huéspedes al inicio de la escalinata de caracol, por donde subieron hacia la planta alta a descansar en sus aposentos, en el segundo piso.



Stan Evans vivía en la planta baja, la cual consistía en un recibidor en forma circular y dos cuartos, cuyos ocupantes compartían un mismo baño externo; además de la amplia estancia que hacía las veces de comedor, estaban ahí la cocina y un pequeño patio. El cuarto de Stan era el de la entrada del recibidor, mientras que el otro aposento estaba frente al suyo y pertenecía a Octavio Aguirre, con quien había descubierto uno de los deleites más significativos de vivir en la Ciudad de México: las caminatas nocturnas por Reforma, charlando del monumento a Cuauhtémoc hasta la fuente de la Diana Cazadora. Ida y vuelta.



Alrededor de las once de la noche, Stan entró a su cuarto y encendió la lamparilla de noche. No había más decoración que una cama, un buró, un librero y una mesa redonda de trabajo, que cabían holgadamente en la habitación con dos ventanas que daban a la calle. Fue al clóset a desvestirse y se puso en pijamas, deslizándose muy cómodo entre las frescas sábanas, con la intención de agarrar el libro que yacía sobre el buró para retomar la lectura de Muerte sin fin, de Gorostiza.



A punto de abrir el tomo, notó que alguien se encontraba husmeando detrás de la puerta de su recámara al notar que la perilla giraba y, en lo que la puerta se entreabría poco a poco, lo invadió el terror hasta casi quitarle la respiración. En eso, apareció en la entrada una mujercilla minúscula, vestida de blanco, con un cuerpo perfecto en proporción a su diminuto tamaño, pero con una cabeza desmesuradamente grande y una abundante cabellera peinada a lo duquesa de Alba, como en el cuadro de Goya. Su mirada era aterradora y las mejillas estaban marcadas con dos listas de color morado. Su rostro era similar a los que los jíbaros de la amazonia ecuatoriana reducen al mínimo.



Por reflejo condicionado, el sorprendido joven trató de levantarse de la cama, pero le fue imposible. En una serie de instantáneas fotográficas, observó a la mujercilla acercarse a él, hasta que sintió una descarga eléctrica en la nuca, viéndola ahora encaramada en sus hombros, zangoloteándole la cabeza.



Empavorecido, fue cayendo como en cámara lenta en un abismo negro e insondable, en cuya trayectoria, extrañamente, hasta tuvo tiempo de rezar el Padrenuestro y de encomendarse a Dios ante el inevitable presentimiento de que moriría estrellado en el fondo de aquel abismo interminable: eso fue lo que pasó por la cabeza de Stan Evans cuando estuvo bajo el influjo de aquel trance.



Al recuperar el conocimiento, no había nadie. La puerta del cuarto estaba abierta de par en par. Stan sudaba copiosamente y no podía moverse. Un sueño soporífico lo invadió y no supo más de sí hasta el otro día en la mañana, que escuchó a Matilde, la mucama, preguntar desde el umbral de la puerta si ya quería que le limpiara el cuarto. Balbuceó con dificultad una serie de incoherencias, en tanto la mujer se acercaba, preguntándole:

—¿Se siente enfermo, joven?

Stan Evans sentía el cerebro vacío, los sesos fundidos; el dolor de nuca le punzaba y no lo dejaba menear un cuello entumecido, tensado con alambres.



I



Algo semejante le sucedió a Pupa Monfort, de nombre Mireya, en 1956, por los días en que tío Alberto murió, bajando de un camión, en la Alameda de Santa María La Ribera.



Tenía seis años cuando vio a la enanita. Cagada del susto, la criatura se escondió detrás de una puerta; luego de eso, estuvo presa de un pánico que la mantuvo sin habla por tres días. A la semana siguiente, murió tío Alberto, hermano de papá, machucado por las llantas de un tranvía.



En aquellos días, tío Alberto era el sostén más importante de aquella familia compuesta por la abuela María, la tía Chabela, el Roque —un idiota, medio hermano de Pupa—, al que su padre desconocía como hijo, siguiendo luego sus hermanos mayorcitos, Rosario y Simoncillo, y, por último, la propia Pupa, la más pequeña y enfermiza: seis bocas en total.


En cuanto a Simón Monfort, el padre de Pupa, resulta que se había largado con otra mujer un año atrás, abandonando a Consuelo, su mujer, y a sus tres hijos. La madre de los niños, desesperada por la situación económica, tenía mes y medio que había encargado a sus hijos a su suegra para ir a Guadalajara a trabajarcomo empleada de mostrador en la tienda de un pariente lejano, en el mercado de San Juan de Dios.



La abuela María y tía Chabela eran conserjes y cuidaban una escuela bautizada como la Unesco, rumbo a Tlatilco, por lo que la directora les daba permiso de vivir en dos cuartuchos del plantel que los tres chiquillos barrían y limpiaban todos los días muy de mañana, volviendo a hacer el aseo después de terminado el turno de la tarde. La abuela y la tía se encargaban también de preparar las tortas del negocio de la directora, la cooperativa de la escuela, tentempiés que las niñas vendían a la hora del recreo. El Roque atendía una bolería de su propiedad afuera del mercado de San Cosme y a diario llegaba sin dinero y embriagado de pulque.



Tío Beto y su mujer no habían podido tener hijos, y él ganaba muy buenos centavos como repostero de una panadería de caché, situación que le permitía ayudar en lo económico a su madre y, en particular, a sus sobrinos, los hijos de su hermano. Alberto era un hombre de naturaleza bondadosa y fue en vida el verdadero proveedor de aquella gente que trabajaba tanto para apenas sobrevivir.



Como en un soñar despierta, Pupa veía visiones y se le revelaban cosas. En poco tiempo, empezó a aparecérsele el fallecido tío Alberto y platicaba con ella.

—¡Yo no me robé nada, abuelita! —Pupa decía sollozando, parapetada en un rincón de la escuela.

—¡Ey…! No te preocupes, hija. Yo sé que no robaste nada.

—¿Eres tú, tío Beto?

—El mismo de siempre, ojitos de pollo.

—Tú eres bueno y platicas conmigo, tío Beto. Roque dice que yo me robé una de las tortas que están haciendo para mañana mi tía Chabela y mi abue María.

—Olvídalo, no te preocupes.

—Es que mi abue no me cree y luego va a darme con el cinturón. ¿Por qué mejor no me llevas contigo…? No sé por qué te moriste, tío… ¿Es cierto que te mataron?

—No, fue un accidente.

—¿Por qué tu hermano es malo y nunca viene a vernos?Es un feo, ¿verdad…?Cada vez que iba a la casa, le pegaba a mi mamá y se enojaba cuando ella le pedía dinero. Por eso es que yo no como, porque me quiero morir. Al cabo, si me muero yo vengo por mis hermanitos y les retuerzo el pescuezo y me los llevo conmigo pa’que no sufran ya…

—Una niña buena como tú no debe pensar eso… Y hay que comer, ¿eh?

—Cómprame unos zapatos, tiíto. Mira, estos están todos rotos.

—Voy a ver.

—Siempre me dices eso y nunca me los traes. Pero no li’ace; de todos modos, yo te quiero mucho… El otro día, oí a mi abue decir que tu esposa es una prostituta y que por eso no había podido darte hijos… Oye, tío…¿Qué es una prostituta?

—Estás muy chiquita para saber eso.

—De todos modos, yo lo voy a saber… Ah, fíjate que hoy mis hermanitos sí comieron. La profe Chepina nos trajo hongos; había uno tan grandote que apenas cabía en el plato. Les echó epazote y luego nos hizo unos tacos. Yo no quise, pero Chayito me dijo que saben buenos.

—Claro que sí… Pero hay que comer, te digo.

—Es que luego mi abue y la Chabela dicen que somos muy tragones, y nos pegan entre todos. Hasta el Roque nos da de guantadas.

—¡Ah, qué cosas!

—Ya va a ser mi cumpleaños y estoy muy triste sin mi mamá… ¿Cuándo va a venir ella, tío Beto?

—Te prometo que muy pronto.

—Oye, tío, a mi abue le dije que te veo y me dijo que cuando te volviera a ver te preguntara que si quieres una misa. ¿Es cierto eso?

—Me da igual, pero si tú quieres, está bien.

—¿Ya oíste? —dijo la niña al escuchar voces y pasos—.Mi abue me anda buscando. Mira, ¡a’í viene…! Al cabo, ellos no te ven, ¿verdad, tiíto…? ¡Híjoles, qué luz tan bonita! ¿La ves…? ¿Qué será, eh? —finalmente dijo Pupa.

—Es algo así como la luz de Dios, mi niña.

—¿Es cierto que los que van al cielo lo conocen?

—No, nadie lo conoce, más bien lo viven —Pupa escuchó, mientras la imagen de tío Alberto se iba desvaneciendo—. Nos vemos, ojitos de pollo…



Al mes de esto, la madre de Pupa regresó de Guadalajara, dispuesta a recoger a sus tres hijos. Consuelo terminó por reconciliarse con su esposo para reiniciar una vida de sufrimiento al lado de Simón Monfort.


Tiempo adelante, un día que jugaba bajo el tupido follaje de los árboles en el Parque Revolución, cercano a su casa, se le apareció a Pupa un niñito de su misma edad, que se hizo llamar Saturnino. Era una personificación del Dios Niño, que se convirtió en el principal defensor y amigo de la menor, a la que Telda seguía perturbando con cierta frecuencia.



II



Cuando sus padres se divorciaron, Stan Evans tenía diez años. Era el más pequeño de cuatro hijos. Sus dos hermanos mayores permanecieron al lado de papá, en Wichita Falls, Texas, mientras que su hermano Don y él fueron con mamá a establecerse en California.



Llegados a California, vivieron un par de años en Long Beach para terminar comprando la casa de Garden Grove que ocupaban hasta la fecha. Stan recordaba con especial emoción el día en que se mudaron a su nueva casa. Tras una media hora de viaje, Thelma ―su madre―, Don y él recorrían la calle Gilbert, avasallada por la fronda de sus álamos inmensos. Recostado sobre unos tiliches en el piso de la caja del pick up, los ojos del pequeño se hundieron extasiados en aquel mundo sombreado y enigmático.



Su casa era una de las recién construidas en la calle Mcmichael y la zona estaba rodeada de naranjales. Al otro lado de los Evans vivía la señora Jackson con Larry, su hijo, un chico de la misma edad de Stan que muy pronto se convirtió en su mejor amiguito. A instancias de su vecina, Thelma Evans inscribió a Stan en una escuela elemental cercana, en la avenida Chapman, a la que también asistía Larry, su vecinito. Don fue matriculado en la Garden Grove High School para terminar sus estudios de secundaria.



Thelma Evans, de cuarenta y tantos años de edad, a los dos años de vivir en California había empezado a manejar un negocio relacionado con la publicidad a través de la radio. Con Rod Evans, su exmarido, había procreado cuatro varones: Frank, Jean, Don y Stan, su pegoste.


A Thelma no le gustaba Long Beach para la crianza de sus dos hijos menores. En ese entonces, la ciudad tenía una bien ganada reputación de cruel y corrupta, al servicio de una runfla de mafiosos espoleando a una pléyade de marineros, soldados, prostitutas, drogadictos, tahúres, homosexuales y vagos. Pensaba que bien valían la pena unos minutos más de manejo de la nueva casa al trabajo con tal de ver crecer a los muchachos en un ambiente sano y casi campirano, y es por eso que había comprado la casa de Garden Grove.



Aparte de sus frecuentes viajes de fin de semana a Tijuana o Ensenada, a los dieciséis años, Stan tuvo oportunidad de conocer el mundo mesoamericano al ir a Teotihuacan en unas vacaciones con mamá en la Ciudad de México. Fue el año en que su hermano Don ingresó en la Armada para hacer carrera allí.



Salieron del hotel rumbo a Teotihuacan a eso de las 12del día, hora poco propicia para recorrer todos los monumentos de aquel lugar sagrado. El taxista indicó que los esperaría a la entrada del museo. Stan y su madre iniciaron la marcha por la Calzada de los Muertos rumbo a la Pirámide de la Luna. Antes de subir a esta, recorrieron el palacio de Quetzalpapalotl, en cuyo cornisamento aparecen unas almenas que, se dice, son una representación gráfica del año solar.



Enrojecidos por la imperceptible pero lacerante resolana del altiplano, a gatas subieron las empinadas escalinatas de la Pirámide de la Luna. Al llegar a la cúspide se nubló y una refrescante lluvia empezó a caer sobre ellos, la cual cesó en cuanto pisaron el último escalón cuesta abajo, acción que pudiera interpretarse como un saludo del espíritu rector de las aguas, la Luna.



Luego se dirigieron hacia la Pirámide del Sol. Thelma, cansada, prefirió esperar abajo, iniciando el chico el ascenso por su cuenta. Cuando Stan llegó a la cúspide de aquella gran pirámide, el Sol empezaba a descender fulgurante en el ocaso.



Qué sorpresa fue para el joven encontrar allá arriba a un viejo indígena semidesnudo, con los brazos extendidos en forma de cruz, mirando hacia la caída del Sol. El hombre se bamboleó de sus plantas y el Sol fue cubierto por una fina tela azulosa que opacó los fuertes haces de luz que desde hacía rato calaban en la piel e impedían la visibilidad de frente.

Acto seguido, fue cerrando lentamente sus brazos hasta encontrar sus manos a la altura del pecho, de donde salió como una llamarada color naranja.

—Su corazón está ardiendo—balbuceó el chico.

Como punto final, el viejo hizo una salutación y entonces el Sol fue cubierto por una capa de nubes grises, cargadas de agua.

—No temas, joven amigo —dijo el viejo, en un perfecto inglés.

El chico recobró la compostura y preguntó:

—Perdón, pero ¿qué es lo que hacía?

—Una ceremonia dedicada al Padre Sol —contestó el viejo.

—¿Y cómo le hace para que el Sol se ponga así de nublado en el centro y después se tambalee igual que usted? —Stan inquirió.

—Es difícil de explicarte en el poco tiempo que vamos a estar juntos —dijo el viejo—,pero lo que sí puedo asegurarte es que nuestros antepasados poseían una enseñanza basada en los movimientos que se desprenden de los cinco estados de mutación del Tiempo, representados en las almenas que viste en el palacio de Quetzalpapalotl. Estos son los puntos cardinales: Este, Norte, Oeste y Sur, pero, además, el Centro de la Rota del Tiempo.

—¿Y qué es eso de la Rota del Tiempo?



El viejo bajó el rostro para sumirse un instante en sus pensamientos, buscando una mejor manera de explicar un tema tan complejo como son los misterios que abrazan los ciclos del tiempo. Así que, con respecto a eso, dijo:

—El tiempo no camina en una línea progresiva como contar uno, dos, tres, cuatro…, sino que funciona circularmente, yendo dentro de una espiral imaginaria que asciende y desciende en la infinitud de un Universo mental, de un espacio interior que tú lo empiezas a ver cuando cierras los ojos, aunque al principio todo lo mires oscuro. La mejor forma de conocer tu tiempo en este mundo en que vives por ahora es recordar aprendiendo cosas que te resultarán nuevas. Es hora de que te marches, joven amigo. Tu madre está impaciente, esperándote.



Finalmente, aquel viejo puso en manos del chico una moneda de cobre de veinte centavos, con la peculiaridad de que tenía forma oval y en la cara grabada con la pirámide de Teotihuacan aparecía la siguiente inscripción: «SodatseSodinuSonacixem». Stan descendió invadido poruna sensación de miedo sobrenatural, similar a la que había experimentado dos años antes, pardeando la tarde. Ese día, la señora Jackson y su madre regaban las plantas y platicaban afuera del jardín de casa. Larry lo había invitado a ir por un puñado de nueces que se encontraba en un cesto que permanecía en el porche del patio trasero de los Jackson. Se introdujeron a la casa, llevándose un buen susto al percatarse de que una calaca —hecha como con tubos de luz neón— estaba en la semipenumbra, sentada sobre un taburete, con el cesto de nueces en medio de las piernas, llamándolos para que se acercasen a ella.



Stan se quedó inmóvil, a unos pasos de aquella cosa, mientras que su amigo salió corriendo, asustado, pidiendo auxilio a gritos. Ala llegada de las mujeres, la imagen de la Muerte se había esfumado. A la mañana siguiente, su amigo Larry Jackson había fallecido, quizá del susto.



Sin comprender la asociación de un suceso con el otro, Stan llegó hasta su madre y le confesó lo que había presenciado, sin decir un ápice sobre la moneda que le había dado el viejo.

—Vámonos, ya es tarde, hijo —dijo la mujer, fingiendo no dar importancia a lo contado por el chico.



A partir de entonces, empezó a tener un sueño recurrente. Sumido en un soñar despierto, el muchacho se veía al lado del anciano aparecido en la pirámide de Teotihuacan, tratando de traspasar el umbral de una puerta a la que el viejo impedía el paso, inquiriendo:

—En tus venas llevas sangre cherokee, ¿verdad?



Stan contestaba que sí, que su abuela materna había sido cherokee; después de eso, el viejo le daba entrada a un reducido vestíbulo que iba directo hacia un túnel, empinadísimo, que subía por el interior de una gran mole. La escalinata del túnel estaba iluminada por lámparas de aceite pendientes de las paredes, cuya difusa luz no producía el menor vestigio de humo.



Enseguida, el chico subía la escalinata hasta llegar a una plataforma donde encontraba un Chaac viviente, que le preguntaba:

—¿Dónde dejaste a tu hermano José?

—Yo no tengo ningún hermano José —Stan contestaba, viendo a los ojos de Chaac, sentado en el trono Jaguar, apuntando hacia arriba con el dedo índice.



Sobre el techo estaba un hoyanco en el que se alcanzaba a divisar un dejo de luz. El muchacho miraba hacia arriba y, de súbito, escuchabael tronido de un rayo que lo cegaba y era succionado por una fuerza que emanaba desde aquel agujero en el techo. En un instante, se veía suspendido en un firmamento bañado de luz lunar, al tiempo que divisaba la imagen de un hombre, como en un negativo fotográfico, que venía acercándose poco a poco hacia él.



Estando aquella visión a solo unos cuantos metros de su persona, la noche se iluminaba, revelándose la figura del individuo tal y como era: un tipo nada excepcional en su aspecto físico, cuarentón, grueso, apiñonado, barbón, pelo corto. Lo que sí era digno de admiración erasu vestimenta: un sencillísimo kaftán de cuello V, hecho de una tela tan fina y delicada como cáscara de cebolla, cuya blancura, de un azuloso resplandeciente, iluminaba la noche con una luz tenue que no cegaba la mirada.



A unos cuantos pasos de distancia de aquel ser, el chico sentíaque su cuerpo giraba vertiginosamente en el espacio hasta parar y quedar su cabeza justo a los pies del extraño.


—Yo soy tu hermano José —decía el hombre—,y vengo a dejar bajo tu responsabilidad las claves —que Stan jamás veía—. Van a tratar de arrancártelas. Vienen tiempos muy duros y difíciles para ti. No olvides, Todo es Uno, Uno es Todo —decía aquel individuo, desapareciendo.





III



Justo el día en que Pupa Monfort cumplió dieciséis años, consiguió chamba en una de las farmacias del Tecolote, en el centro de la ciudad. Su hermana Chayito se había casado con un mecánico de Aeronaves de México, tenía un hijo y la situación económica familiar había mejorado notablemente. Su padre, Simón Monfort, tenía varios años que había conseguido trabajo como motociclista de tránsito dentro del departamento del Distrito Federal, mientras que su hermano Simoncillo trabajaba con unos españoles en una tienda de ultramarinos, en la colonia Roma. Hacía cuatro años que la familia había comprado una casita en la calle Invernadero, en la colonia Nueva Santa María, la cual pagaban entre todos.



Allí, conoció a Silvia Paredes, una chica varios años mayor que ella, que estudiaba ballet en el INBA. A Pupa, por casualidad, un día le tocó presenciar un hecho un tanto escabroso relacionado con aquella joven y su familia.



Mientras tendía la ropa recién lavada en la azotea, Pupa Monfort miró hacia la casa contigua, la de Silvia. Como la ventana del baño que daba hacia el exterior permanecía a medio abrir, dirigió su mirada hacia ese punto, descubriendo, sorpresivamente, a su amiga medio enjabonada de la espalda, haciendo el amor encaramada sobre un tipo aplastado en el borde de la tina del baño, al que no conseguía verle el rostro.



Enseguida, su amiguita se incorporaba, jadeante, para mamar con voracidad el glande del individuo, apretando con firmeza las bolsas de sus testículos hasta hacerlas estallar, chisgueteando su cara de semen y descargando al vacío otro tanto. Al escuchar abrirse el portón de la cochera de su casa, Silvia se levantó como resorte: eran su mamá y sus hermanas que llegaban de la calle. El sujeto salió corriendo del baño hacia el interior de la casa: ¡era el padre de Silvia, huyendo despavorido, con los calzones en la mano!



—Hola, Pupa, ¿estás lavando? —preguntó doña Aurora, la mamá de Silvia, al divisar a Pupa desde la entrada de la cochera, cuyo galerón a la intemperie separaba una casa de otra.

—Sí, doña Aurora —contestó Pupa, fingiendo desenfado, en lo que entrecruzaba una mirada cómplice con su amiga Silvia, helada de sorpresa, cerrando la ventana del baño.



Silvia y Pupa jamás dijeron ni media palabra de esto, hasta ese día en que Silvia se casó con un maestro de inglés, algo exquisito en sus modales, Luis De La Vega, quien estudiaba danza con ella en sus tiempos libres.



—A ti no puedo engañarte, Pupa. Ya te imaginarás por qué me caso —dijo Silvia—. Quiero olvidar todo. Y Luis es un buen chico. Además, está de acuerdo en dejarme proseguir con mis clases de danza. Eso es lo que más me gusta de él.



Ese día, Luis y Silvia le presentaron a Pupa al padrino de la boda: Reynaldo Rentería ―alias el Rey―, uno de los líderes importantes del sindicato petrolero de Pemex, al que posteriormente le dio por estar atosigando a Pupa, yendo día y noche a la farmacia donde trabajaba, rumbo al Zócalo.



Aquel asedio llegó a tal grado de impertinencia que Pupa no tuvo más remedio que decirle a Consuelo, su madre, lo que estaba sucediendo. A partir de entonces, su madre o su hermano Simoncillo la esperaban a la salida del trabajo e iniciaban el retorno a casa. Esto se convirtió en una rutina hasta llegado el día en que el líder sindical desistió de andar enfadando, haciéndole la corte. Finalmente, Pupa sugirió a sus familiares que ya no fueran al trabajo por ella.



Una vez, yendo de regreso a casa, en la noche, Pupa tomó el trole que la dejaba en la esquina de Antonio Caso y Serapio Rendón. Se disponía a tomar el camión ruta Santa María, rumbo a casa, cuando, intempestivamente, la abordaron dos sujetos y, a empellones, la hundieron en el asiento trasero de un coche, atontándola con tremendo cachiporrazo. No supo de sí hasta encontrarse en una lúgubre habitación con Reynaldo Rentería, que sin más le ligaba el brazo y le aplicaba una inyección intravenosa. Pupa sintió que un calorcillo bien cachondo la invadía por las tetas hasta electrizarle los pezones; tras eso vino un adormecimiento rico en las sienes y luego un total desgüanguilamiento de su cuerpo. El líder petrolero la desvistió tranquilamente, arrancándole por último los calzones de un tirón para contemplarla desnuda sobre el lecho.



Su cuerpo era núbil y perfecto. La chica solo alcanzaba a sonreír, balbuceando incoherencias, como:«Ponte quieto, Saturnino», «La cola te huele a lápiz», «Goce la vida, gócela ahorita con Carta Blanca exquisita», y puras cosas así. Cuanto más antes, el Rey le abrió las piernas y, entreabriendo los labios de su vagina, se dispuso a mamarla y a frotar su clítoris suavemente, con devoción de santo, y acto continuo se incorporó, extraviado, mirando sin rumbo para todos lados, para luego meterle la verga en el ano, insultándola y golpeándola en el rostro.

—¡Puta, hija de la chingada! Te juro que te veré arrastrándote como una perra a mis pies, lamiéndome los cojones.



Tras el inminente anuncio del clímax en su rostro desfigurado, el Rey interrumpió sus insultos para empezar a gritar como loco:

—¡Ay, ay, ay, Diosito!¡Qué rico, me vengo, me vengo…! ¡Rápido, rápido, Jaibo! ¡Méteme el leño, cabrón!

—¡Sí, sí, jefe! —dijo el torvo individuo, que se había masturbado durante la repugnante escena, en lo que le metía a Rentería un dildo por el culo.



Tres días consecutivos estuvo Pupa tirada en aquella cama, recibiendo pequeñas dosis de heroína que le aplicaba una mujeruca de permanente en el pelo, con cuerpo de tentación y cara de machorrona, quien terminó desflorando con el dedo el himen de Pupa.



Al cuarto día por la tarde, la subieron al coche de nueva cuenta. La mujer que la había desvirgado le entregó a Pupa una incapacidad médica para que se presentara al trabajo y le dijo que ellos se habían encargado de avisar a la empresa y a su familia de su presunto accidente, sin revelar a sus padres dónde estaba internada. Antes de dejarla ir, se la sentenciaron que si hablaba con alguien de lo sucedido iban a atropellar a su madre con el coche.



—Así que ya sabes. No querrás ver a tu mamá muerta, ¿verdad…? Nada de dejar la chamba, ¿eh? Nos vemos —concluyó la mujer al despedirse.

Ya en casa, Pupa ratificó lo que los maleantes habían dicho por teléfono a sus padres: que un coche la había atropellado accidentalmente, reconociendo que las personas que la embistieron habían sido de lo más generosas, internándola en el sanatorio donde había permanecido en observación, semiconsciente. Luego, mostró a su madre la incapacidad médica del Sanatorio Español que había puesto en sus manos la mujeruca.

—¡Ay, hijita! —se lamentó su madre, azorada, llevando su mano a la mejilla.



Con la ayuda de Benjamín Colores, un chico amigo de Pupa que trabajaba en el periódico La Prensa, su padre, Simón Monfort, había rastreado a su hija en la central de datos de la policía y en los puestos de socorro. Al no obtener resultado alguno, se dio por vencido, admitiendo:

—¿Qué me preocupa? ¡Si todas las viejas son requeteputas! De seguro se fue con algún cabrón.



Pupa se reintegró al trabajo. Todos los días, a la salida, la mujer de permanente la esperaba para subirla al coche, conducido por el Jaibo, inyectándole su dosis de heroína. Mientras a Pupa se le pasaba el efecto, la mujer la cachondeaba en el asiento de atrás, y ya que se le pasaba el efecto, abría la puerta, arrojándola en cualquier sitio.



Meses después, Pupa reconocía a la mujer con el mote de la Potranca, su única fuente de abastecimiento de heroína, abocada ahora a venderle la droga a precio de oro. El modesto sueldo que ganaba en la farmacia era insuficiente para solventar las exigencias de su afección. De allí, Pupa empezó a prostituirse con clientes selectos, recomendados del líder petrolero. Repelar era imposible: un sudor frío, alternado con un dolor indescriptible de articulaciones y huesos, acompañado de un moqueo incesante («Ya traís tu moco de pavo real», le decían), eran más que suficientes para convencer a Pupa de que al Rey había que obedecérsele, como corderito. Si no, ahí estaban la Potranca y el Jaibo para recordárselo a punta de golpes.



Fuera de la obligación de acostarse por dinero con alguien, el abuso y el maltrato recibidos eran más o menos los mismos, exceptuando las veces en que al Rey se le ocurría mantenerla en forzosa abstinencia, hasta no verla al borde de la locura. Al final, riendo, llamaba a la Potranca para que le administrara su arponazo de chiva. Luego, le ordenaba que le quitara los zapatos y los calcetines, y, carcajeándose, decía:

Ora béseme las patas, cabrona.



Sin demora, con alucinado frenesí, Pupa le chupaba el dedo gordo del pie. Con eso mataba de placer al Rey, que terminaba por volver con su cantaleta de «¡Ay, ay, ay, Diosito!¡Qué rico, me vengo! Jaibo, Jaibo, ven. Méteme el leño, cabrón». La música de José Alfredo, amenizando, irrumpía:«¡Siempre caigo en los mismos errores!». Como premio de consolación, el Rey solía administrarle a Pupa un patín en las costillas, acompañado del consabido «¡Pinche puta!».



Uno de esos días, Pupa empezó a sentirse livianita, livianita, flotando dentro de una densa bruma verde. Un segundo después, viose desde arriba, tirada a los pies de Rentería, que, desnudo de la cintura para abajo, lloriqueaba, abrazado del Jaibo, haciendo señas hacia ella, que estaba como muerta; en tanto, la Potranca preparaba una solución con agua destilada y vil salde cocina, y se la inyectaba a Pupa en el brazo.



Desde la nube en que flotaba su cuerpo astral, Pupa veía las cosas como hechas de cartón. Tres torpes marionetas se movían ahí abajo, como títeres de feria: Rentería, ridículo, aparecía todavía con el consolador ensartado en el culo, dando instrucciones a dos mequetrefes, de la calaña del Jaibo y de la Potranca, moviéndose muy chistoso en rápida secuencia.



Pupa miraba su cuerpo y sentía repulsión al notar sus dientes arenosos, manchados de sangre seca. Le embargó un inmenso deseo de no volver nunca más a esa roída vestimenta de cuerpo que llevaba. Quería estar ya sin ese méndigo dolor que la madreaba tanto. Odiaba sentir sobre sus hombros la pesadez del invisible fardo que cargaba a cuestas, minándole las ganas de vivir a sus dieciséis años. Mil veces morir que seguir viviendo así.



—¡No, Pupa! Tienes que regresar a tu cuerpo —oyó una voz de niño.

—¡Saturnino…! Si supieras lo a gusto que me siento estoy segura de que no me pedirías eso.

—Tal vez, pero no es el momento.

—Es que…, es que me siento tan cansada.

—Lo sé. Esta es una prueba muy dura para ti.

—Por favor, ayúdame, Saturnino, así como cuando era niña y me quitaste a la enana de encima, o como aquellas veces que impediste que el Roque me hiciera daño con su cosa hedionda.

—Ya me enfadaron estos, no creas. Pronto les voy a dar una lección. Pero apúrate a regresar a ti antes de que sea demasiado tarde.



Pupa volvió del ensueño a la pesadilla de siempre. Iba trastabillando por la acera; la Potranca la llevaba agarrada del brazo, encaminándola a casa. En el ínter, la mujeruca le confesó:

¡Apa!, sustito el que le diste al patrón, muchachita. En serio, lo hiciste que se cagara en el sillón.



Después de aquella visión, una indescriptible fuerza interior nunca vista se apoderó del alma de Pupa, al grado de poder controlar sus ansias por la droga. A la par, había ido con el médico y obtenido el diagnóstico de su situación. Empezó a someterse a tratamiento. Su madre se aleccionó en la aplicación de inyecciones y sueros, que tenía que administrarle durante los períodos de crisis. Por las noches, luego de que llegaba del trabajo, Pupa se daba un baño caliente de tina en un mejunje de hierbas que una curandera le había recomendado a su madre. Cuando a la chica le entraba la desesperación, doña Consuelo, haciendo las veces de masajista, ponía a su hija en un canapé envuelto con sábanas blanquísimas y le pasaba suavemente una botella vacía sobre cada músculo engurruñado de su cuerpo. No descansaba con aquella cosa de vidrio hasta no haber amansado cada nervio de la espalda y cuello de su muchachita, volviéndolos dóciles y suavecitos como una hogaza de pan.

Así fue como se recuperó Pupa.



Para mantener retirados de su persona a Rentería y sus compinches, se puso de novia de Benjamín Colores, con quien finalmente se casó un 8de mayo, día en que se conmemora el fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa.



Llevaba cuatro meses de embarazo. Solo volvió a saber de Rentería por las reseñas de prensa que hablaban de las canonjías y prebendas políticas alcanzadas por la cúpula del sindicato petrolero, indicativo signo del gradual afianzamiento en el poder del grupo sindicalista de La Quina, el hombre de Ciudad Madero.



Pupa no estaría para presenciarlo, pero años más tarde el Rey sería eliminado por sus enemigos políticos, lanzándole un tráiler encima de su coche cuando iba por una de las carreteras de Tamaulipas. De los secuaces de Reynaldo Rentería, no volvió a saber hasta varios años después, en circunstancias muy especiales.



IV



A instancias de la mucama, Octavio fue a visitar a Stan en su cuarto, encontrando cobijas y sábanas desperdigadas en el piso. El estadounidense lucía patético, con cara de espanto, tirado a todo lo largo y ancho de la cama, sumido en total postración. A un costado suyo, se encontraba semiabierto el libro con el poema “Muerte sin fin”. El gringo le contó lo que le había pasado. El estado de indefensión en que se encontraba su amigo hizo a Octavio Aguirre recordar a su hermano muerto.

—Ánimo, Stan. Te ayudo a vestirte. Vamos a mi cuarto para que Matilde arregle el tuyo —dijo Octavio.



Ambos fueron esa noche a casa de la novia de Aguirre, que vivía por avenida Coyoacán. Para 1972, Silvia Paredes —divorciada de un maestro de inglés llamado Luis De La Vega— ya era bailarina de la primera compañía del Ballet Folclórico de México y viajaba muy seguido por todo el mundo.



Después de que Silvia y Octavio se fundieron en un prolongando beso, la mujer los hizo pasar, festiva, y se llevó de una mano a Octavio a la sala; ya allí, la chica lo soltó, dio unos pasos hacia delante, hizo un giro teatral sobre sus pies y, levantando las manos, dijo:

—¡Qué guapo te ves, Octavio! —y se lanzó de piernas abiertas sobre la cintura de su amado, que la cachó por el trasero; enseguida, el chico empezó a dar vueltas a mitad de la sala con la mujer encima.

—Pensé que no ibas a venirte de Mazatlán ahora que te hablé de San Francisco —comentó la chica, empotrada en su novio, casi flotando por los aires.

—¡Pero cómo ño, cosita mía!—respondió el joven.

Exclamó Silvia:

—Te traje un regalo que te va a encantar.



Silvia aparentaba mucho menos edad que Octavio, a pesar de ser varios años mayor que él. Tal vez la praxis de un arte como el de la danza haga de bailarinas y bailarines unos verdaderos tragaaños.



En vez de invitarlos a sentarse en la sala, la chica pidió que la acompañasen a la cocina, ubicada a un costado de la puerta de ingreso al departamento, donde estaba preparando un filete de res, horneado, para cuatro comensales. Les sirvió un poco de vino helado y anunció el pronto arribo de su otra invitada.

—Vas a ver que Mireya te va a caer muy bien —Silvia le advirtió a Stan—: ¡Ah!, pero no le gusta que la llamen así, sino Pupa.



El chico la miraba con ojos ausentes y oídos sordos, inmerso en indescifrables pensamientos.



A los quince minutos, Pupa Monfort y Stan Evans eran presentados con un apretón de manos que echó chispas, obligándolos a separarse de manera instintiva. A Pupa el rostro de Stan le resultó familiar, y desde que lo vio no dejó de preguntarse dónde podía haberlo conocido.



Durante la cena, Pupa platicó que se había casado muy chica, que tenía un niño a punto de cumplir cinco y una beba de tres, que el presidente Echeverría había mandado a su marido a Houston a trabajar en el Instituto Mexicano de Comercio Exterior, recordando la etapa que vivió en Dallas, sitio que no le había gustado mucho a raíz de la actitud discriminatoria de esos vaqueros panzones, culo de ratón, llamados tejanos. Finalmente, aclaró que, terminada la cena, tendría que irse, porque había dejado a sus niños encargados con su hermana; así que de antemano ofreció una disculpa.



Acabando de comer, Pupa sufrió un vahído y, en lo que Stan se abalanzaba en su auxilio, como un resorte, la chica cobró compostura y se irguió de la silla con los ojos cerrados, volteando hacia todos lados, como si aún a ciegas pudiese reconocer el entorno. De pronto, de su garganta surgió una voz masculina que, dirigiéndose a Stan Evans, dijo:

—¿Dónde dejaste a tu hermano José?

Todo el mundo se vio a la cara.

—¡Qué, qué, qué…! Pero si esa voz no es la de Pupa —exclamó Silvia.

—Te hablo a ti, Stan Evans, ¿dónde dejaste a tu hermano José? —dijo aquella voz grave, surgida de boca de Pupa, que permanecía con los ojos cerrados.

—¡Yo no tengo ningún hermano José!

—Tendrás que acompañarme a verlo; necesita que le devuelvas las claves que te entregó —dijo la voz de manera imperativa.

—No sé de qué me está hablando, señora… ¡Y no pienso acompañarla a ninguna parte!

—No te confundas. Esta mujer no es ningún ventrílocuo. Me he apoderado de su cerebro. Quien te habla es Lashka. Tienes que entregarme la moneda ovalada que te dieron en Teotihuacan… Esa moneda nos pertenece.

—Si es por eso, no hay ningún problema. Ahora mismo se la doy—e hizo el intento de sacar la cartera del bolso trasero de su pantalón, donde guardaba la moneda en uno de sus compartimentos; pero, sin embargo, no pudo hacerlo. Sintió como si una fuerza superior sujetara su billetera desde adentro de la bolsa del pantalón.



Stan miró azorado a sus acompañantes y dijo, tartamudeando:

—¿Qué pasa aquí?

Silvia, durante ese trance, alcanzó a escuchar al oído la susurrante voz de un niño, diciendo:

—Dile que no se la dé.

—No se la dé, Stan —Silvia ordenó. Luego, se dirigió envalentonada hacia aquella voz—: A ver, díganos, ¿qué es lo que quiere de nosotros?

—¡Lo que quiero es que me acompañen al Valle de las Monjas! —exigió el estertor macabro.

—Creo que ese sitio está por el Desierto de los Leones, ¿o no?—Silvia preguntó.

—Sí, yendo a la Marquesa —Octavio repuso, meditabundo, sereno.

—Entonces, ¡vámonos! —ordenó la voz que hablaba a través de Pupa.

Desconcertados, los jóvenes se miraron a la cara. En tanto, la voz repuso:

—Esto no es un juego. Aquí hay que obedecer, porque, de no ser así, voy a estrellar la cabeza de esta mujer en la pared. Y si se muere aquí, para la Policía, nadie más, más que ustedes serán los responsables.

De ahí, Pupa se incorporó y empezó a azotar su cabeza contra el muro. Al tercer golpe, brotó un chorro de sangre de su frente. Stan se abalanzó sobre ella, tratando de impedir aquella acción, pero fue rechazado de un manotazo, como de índole sobrenatural, que lo mandó al suelo.

—¡Basta, basta! Yo lo acompaño. Pero deje de golpearla —Stan acertó a decir.

Silvia y Octavio, espontáneos, se mostraron solidarios con su compañero.

—Así está mejor… Y para que vean que soy condescendiente, voy a controlarle la hemorragia —y dijo la voz, refiriéndose a Pupa—: Si quieren vendarle la herida, háganlo. Mientras me acoplo a su materia, no podré abrir los ojos, así que uno de ustedes tendrá que llevarme del brazo. No quiero que traten de pasarse de listos, haciéndome una mala jugada, pues antes de que eso ocurra yo la estrangulo… Y por si no lo creen, es mejor que lo sepan desde ahora —dijo aquella voz, que había afirmado llamarse Lashka.



Entonces, Pupa empezó a toser y se escuchó como un desgarramiento en su garganta. Se puso morada, presa de un dramático pataleo, muriendo de asfixia.

—¡En caridad de Dios, párele, por favor! Vamos a hacer lo que usted diga —Silvia exclamó, al borde de la histeria.

Automáticamente, aquella acción cesó y Silvia se dispuso a ponerle a Pupa unas banditas en la herida de su frente.



Eran alrededor de las 10 de la noche cuando los cuatro se treparon en el Volks de Silvia. Octavio se puso al volante y Silvia dio paso a que Stan y Pupa se instalaran en el asiento trasero para luego acomodarse ella adelante, al lado de su novio, y así iniciar la marcha hacia la salida a Toluca.



Rumbo al Desierto de los Leones, la voz  estentórea rompió el silencio, avisándoles que dentro de poco ingresarían por un camino a la ladera de un cerro por donde penetrarían hasta llegar a un molino de agua, frente a una cabañita. Les dijo que ahí vivía un joven de nombre Salomón, que estaba a la espera para conducirlos al otro lado del arroyo e instalarlos al pie de la montaña plagada de pinos.



En efecto, un joven con sombrero ranchero y chalequillo de piel forrado de lana, quien dijo llamarse Salomón, salió de la cabaña con un candil en la mano y, solícito, les indicó el sitio más seguro para estacionar el coche. Los encaminó por el puente hasta llegar a un improvisado tapanquillo, situado al fondo del claro del bosque donde iniciaba el pinar que cubría los cerros. Luego, los ayudó a traer heno seco de adentro del bosque para acomodarlo sobre el piso de aquella improvisada cubierta de barrotes de madera, quizá construida por los pastores del lugar para guarecerse de la ventisca y el frío. Asimismo, el buen hombre los previno de lo peligroso que era caminar a oscuras más allá de cincuenta metros hacia enfrente del sitio en el que habían acampado, porque allí se encontraba una hondonada como de cinco metros de profundidad por donde pasaba el arroyo, haciéndoles notar que el único acceso al claro de ese bosque era precisamente el puente por donde habían cruzado para acampar. Finalmente, les dejó el candil para que se alumbraran y se perdió entre la penumbra.



De improviso, Pupa cayó al suelo, desmayada, y poco después se recuperó sollozante, diciendo:

—¿Dónde estoy…? ¿Qué ha pasado…? ¡Mírenlo! —apuntó—.¡Está allí parado, riéndose…!¡Ese hombre me va a matar, Padre santo, me va a matar!



No se veía nada en la oscuridad; una fuerza terrible flotaba en el ambiente y los oídos de los ahí presentes zumbaban como si trajeran turbinas encendidas dentro de sus cabezas. Una sensación de inevitable pánico palpitaba en sus corazones.

—¡Pupa, Pupa, cálmate, somos nosotros! —Silvia dijo—. ¡Hay que largarnos de aquí, pero ya!



Más tardó en decir eso que Pupa en ser arrastrada por los suelos, presa de una fuerza invisible que la jalaba con rapidez hacia la hondonada del arroyo. Stan la asió de un tobillo y, de rodillas, también fue arrastrado junto con ella.

—¡Estamos atrapados! —gritó Octavio.

—¡Mentiras, mentiras! No es cierto. No nos vamos —refutó Silvia, con un dejo de infantil arrepentimiento, y, como acto de magia, la situación volvió a la normalidad.

Lograron medio tranquilizar a Pupa, explicándole luego lo que había sucedido.



Pupa empezó a recordar lo visto durante la cena:

—Volví a ver a esa enana que se me aparecía de chica. Estaba sentada en el hombro de usted, Stan. Después, sentí una terrible descarga eléctrica en la nuca y empecé a caer velozmente al vacío. En la caída, me di cuenta de que con solo desearlo podía controlar mi vertiginoso descenso. Y luego fui bajando lentamente por el vacío hasta tocar fondo y pisar sobre una arena brillante, donde con mis manos estuve escarbando hasta llegar a un ataúd de cristal irrompible. Usted estaba adentro de ese ataúd, tratando desesperadamente de salir—le dijo a Stan—. Yo empecé a golpear el cristal, como loca, con la intención de romperlo y sacarlo de allí, pero no pude. Después, escuché a mis espaldas como un galope y volteé, mirando que venía hacia mí un hombre a caballo. Iba vestido a la usanza de los antiguos hunos. De pronto, me levantó de los cabellos y me terció en su montura, y siguió galopando. ¡Yo me golpeaba la cabeza no sé dónde!, hasta despertarme en medio de esta penumbra… Tengo mucho miedo —Pupa dijo, titiritando. Luego, repuso—: ¡Miren, está parado allí, junto a aquel árbol!

Nadie acertaba verlo hasta que a Octavio se le ocurrió cerrar los ojos.

—¡Lo estoy viendo…!¡Con los ojos cerrados lo estoy viendo! Es cierto lo que dice Pupa, está parado en esta dirección. Es un guerrero mongol.

Según la descripción de Octavio, era un hombre enorme, de tipo mongoloide y ralos bigotes; incluso, dijo que se le hacían unos hoyuelos en las mejillas cuando carcajeaba, cimitarra en alto, gritando: «¡Pichka, pichka!».

—¿Y qué es pichka? ¡Dígame! —Octavio gritó, poniéndose las manos en las sienes.

—¡Pichka es muerte! —respondió el hombre, con idéntica voz a la escuchada a través de Pupa.

—A poco no lo escuchan… Es la misma voz que hemos venido oyendo —Octavio dijo.

—¡No! —Stan exclamó.

—¡Qué curioso! —repuso Octavio—. Estando con los ojos cerrados, puedo escucharlo y verlo perfectamente bien. Pero ahorita que los abrí, dejé de verlo.

—¿Ya ven que es cierto lo que digo…? ¡Nos quiere matar, muchachos…! ¿En serio que ustedes no oyen lo que dice? —Pupa inquirió a Silvia y a Stan.

—¡No! Al menos yo no —Stan repuso.

En cambio, Silvia asintió:

—Yo empiezo a escuchar la voz, pero la escucho muy lejos y no puedo verlo por más que quiera.



Una fuerza insólita empezó a mover los árboles, haciéndolos crujir. La voz siniestra volvió a apoderarse de la mente de Pupa, ordenándolesque permanecieran en calma, porque pronto irrumpiría en el lugar su gran Dios: Talai. Enseguida, salió de la mente de Pupa para desaparecer en la espesura del bosque.



Pasaron como dos horas de quietud. El frío arreció y Pupa y Stan se quedaron dormidos de cansancio, mientras Silvia y Octavio permanecían expectantes, agazapados en un rincón de la covacha.



Stan vio en sueños que iba cuesta arriba por el bosque de pinos, enfilándose por un sendero en el que encontró a Pupa secreteándose con un niño:

Pupa, pero ¿qué hace usted aquí? —Stan dijo.

Mientras tanto, el acompañante de la joven, un chiquillo regordete, como de seis años, vestido con un cotón que le caía abajito de las rodillas, atajaba:

—¡Shhh! Baja la voz, mensolín; ¿qué no ves que si nos descubren los matan a ustedes y a mí me encierran en un calabozo oscuro?

Ante el asombro de Stan, el chiquillo repuso:

—¡Ey, ey!, despierta. Pon atención. Mi nombre es Saturnino y soy amiguito de Pupa, y estoy aquí para ayudarlos. Pero pon atención a lo que te voy a decir. Fíjate bien, voy a darte esta arma que se llama boleen, porque les va a servir para que se defiendan de esos feos, pero como tú no ves ni oyes cuando los atacan, para usar esta arma tendrás que valerte del oído de Silvia, de la vista de Octavio cuando cierra los ojos y de lo que te diga Pupa de todas las cosas que le he enseñado.



Enseguida, el niño Saturnino envolvió el boleen en un paño de seda morado y lo colocó en el abdomen de Stan, desapareciendo de su vista. Se trataba de una pequeña daga curvada, con incrustaciones de piedras preciosas en su filo; herramienta mágica que se consagra al corte de las yerbas sagradas o curativas dentro de la Antigua Religión.

—Esa arma que te entregué solo la podrán usar Pupa o tú, nadie más —el niño le advirtió al joven, reponiendo—: Consérvala muy bien, porque es la que les va a salvar la vida. A toda costa, van a tratar de quitarte unas claves muy importantes que nuestro hermano José guardó dentro de ti. Son de papá Dios, y él decidió que tú las tuvieras. Nuestros enemigos saben que tú las tienes, pero no están seguros de si esas claves están en la moneda que te dieron o en qué parte de tu cuerpo están escondidas. Ponte listo, porque si consiguen arrebatártelas la humanidad estará perdida para siempre.



Luego, el chiquillo agregó:

—¡Ah…! Y no se crean lo que les dijo el greñudo ese del Lashka de que va a venir a visitarlos su mentado Dios Talai; quien sí va a llegar al rato es un gordinflón con muchos ojos en el cuerpo. Viene a quitarles lo que ustedes ya saben…Platiquen con sus compañeros sobre esto que les he contado y pónganse de acuerdo entre ustedes para defenderse.En cuanto vean al gordo, tú rápido te pones la palma de la mano en el ombligo y de inmediato sentirás el boleen en tu puño. Basta con que lo lances hacia el sitio donde te indiquen tus compañeros para que des en el blanco. Solito el boleen regresará a ti, como un bumerán. Eso tú lo vas a sentir. Cualquier nuevo plan que tengamos que hacer de aquí en adelante, yo les voy a avisar a través de Pupa cómo van a estar las cosas para que así no los agarren desprevenidos. ¿Entendido?

—Pero ¿no se nos olvidará este sueño en cuanto despertemos? —Stan inquirió.

—Entonces dejarían de ser lo que son…, unos simbrióticos —dijo Saturnino, desapareciendo sin dar tiempo a Stan de preguntar qué quería decir con la palabra simbrióticos.

Al despertar, Pupa y Stan se miraron a la cara para luego fundirse en un abrazo solidario.

—Te acuerdas de todo, ¿verdad? —Pupa comentó.

—Sí, sí, me acuerdo perfectamente bien de todo —Stan remarcó.

Les contaron a sus amigos su revelación expuesta en sueños por el niño Saturnino.

Para comprobar lo dicho por el pequeño, Stan se puso la palmaen el ombligo y de inmediato sintió el boleen en sus manos, la daga con la que se defenderían de cualesquier intruso.

En el ínter, Octavio había permanecido con los ojos cerrados, pudiendo constatar, también, la existencia del boleen.

—¿Oyeron ese ruido, muchachos? —Silvia acertó decir.

—¡Está temblando! —Stan respondió.



De súbito, como a quince pasos de donde se encontraban instalados, surgió del interior de la tierra un hombre gordo y pelón, con un centenar de ojos pegados al cuerpo, escrutando sin control en todas direcciones. Y desde el mundo astral, a Stan le ordenó:

—¡Tú, Rosas Este Rivera, dame las claves que tu hermano José te dio!

—¡Dios mío, qué hombre tan feo! —Pupa dijo, sorprendida, dándole por rezar—: Padre nuestro que estás en los cielos…

—Stan, una voz te está llamando con un nombre de mujer, exigiéndote que le des unas claves —Silvia repuso.

—¿Cuáles claves…? Dile que yo no tengo nada.

—¡Prepárate! Viene hacia nosotros —Octavio advirtió—. Está como a ocho metros, a tu izquierda.

Stan puso su mano a la altura del ombligo y con fuerza lanzó el boleen sobre aquel camastro de hombre, a punto de lanzarse sobre ellos desde el plano astral.



Habiendo sido lanzada el arma un tanto abierta respecto del sitio donde se encontraba su objetivo, el boleen dio un giro violento, golpeando la cabeza del monstruo, que cayó fulminado al suelo. La multiplicidad de ojos pegados al cuerpo reventó uno a uno como la clara frita del huevo sobre la manteca ardiendo, hasta que el horrible injerto quedó fundido en la tierra, asemejando un plástico achicharrado.



Apenas ocurrido esto, comandados por Lashka, de la espesura salió una multitud de guerreros vikingos, de mujeres amazonas, de guerreros zulúes e islamitas, y de monjes budistas, armados hasta los dientes. Cerca de Lashka estaba un hombre que era una réplica de él mismo, al que Lashka le dio una orden, gritando:

—¡Larki, por la retaguardia!

Este último tan solo se diferenciaba de Lashka por sus sienes tachonas con trencillas en el pelo, además de portar una rodela en su brazo izquierdo.



Al primer intento de embestida de aquel ejército, el joven Stan volvió a lanzar el arma. El boleen empezó a girar en torno a los muchachos, despidiendo en su trayectoria chispas de luz. Paulatinamente, iba expandiendo sus giros sobre el horizonte, abriéndose en forma de espiral, hasta empezar a fulminar a los agresores que se encontraban a su paso. Los demás se dieron a la fuga en franca desbandada. Después, el boleen retornó hacia el joven Stan, guareciéndose en el interior de su vientre.



Empezaba a amanecer y, rumbo al puentecillo del molino, Octavio, con los ojos cerrados, divisó a lo lejos una criatura rodando un aro con un palito, que venía jugueteando en dirección a ellos. Pupa en todo momento supo que ese era Saturnino en el plano astral; en cambio, Octavio, a raíz del cotón que vestía el chiquillo, lo confundió con una nena

—¿Ya viste a esa niña que viene hacia acá? —Octavio le preguntó a Pupa.

Pupa sonrió sin decir nada. Cuando la fisonomía del personaje se hizo predecible, Octavio rectificó, mientras señalaba, riendo:

—Ese niño parece un loquito con ese cotón.

Cuando el chiquillo llegó hacia ellos, dijo, burlesco:

—¡Híjoles! ¿Ya viste Pupa cómo se fueron corriendo los collones esos? —y luego, dirigiéndose a Octavio, señaló—: Ya oí lo que me dijiste, grosero. ¿Verdad, Pupa, que no soy un loquito?

Octavio le ofreció una disculpa y sonrió junto con Silvia por la actitud del chiquillo.

—Entonces, ¿qué…? ¿Vencimos o no? —Stan reparó, impaciente, mirando a sus amigos sin saber realmente qué estaba sucediendo.



Con el fin de que Stan pudiese escuchar sus palabras, enseguida Saturnino tomó la mente de Pupa, informándoles que pronto volverían a atacar. De inmediato, anunció la presencia de un tal Rassma Trudi, revelándoles que dicho ser fungiría como el guía espiritual que los conduciría a buen puerto durante el duro trance en puerta. Y con el fin de disipar las dudas de Stan en torno a su supuesto hermano José, aclaró que Rassma era reconocido dentro del mundo espiritual con el nombre de José y que era él quien le había confiando las claves para su resguardo.



Tras salir Saturnino de la mente de Pupa, al poco tiempo vieron a un hombre que salía de la espesura del bosque, en compañía de tres personas; dos de ellos tenían estampa de ascetas hindúes, y en su momento dijeron llamarse Gauli y Yorart; estaban semidesnudos, en taparrabos. El tercero se llamaba Yara y era idéntico a Stan, con quien tan solo se diferenciaba por una cicatriz en el rostro, que corría desde la mitad de la ceja hasta un tercio de la mejilla; venía vistiendo una chilaba. Rassma Trudi llevaba puesta una túnica traslúcida de un material más fino que la seda y una toga terciada al pecho.



Estando Rassma posesionado de la mente de Pupa, Octavio le preguntó a este por qué Stan y Yara se parecían tanto.

—Es que ellos no solo son hermanos espirituales, sino gemelos. En cambio, yo solo vengo siendo de ustedes un hermano espiritual.

Luego, explicó que los maestros Gauli y Yorart aún permanecían encarnados en algún lugar de la India. Del hermano Yara, dijo que, en su fase femenina, era una figura adorada dentro de la religión yoruba, y que por eso era un personaje de muy alto rango en el mundo espiritual. 


Rassma, dirigiéndose a Stan, aclaró:

—Es por eso que tú, Rosas, eres el portador de las claves que por órdenes de nuestro Padre Creador yo te encomendé, las cuales túme devolverás cuando yo las necesite.

—¿Rosas…? ¿Y por qué me llamas así? —replicó el joven.

—Es que Rosas Este Rivera es el nombre con el que se te conoce en el mundo de los simbrióticos; es decir, en el mundo de los que estamos directamente relacionados con el Espíritu Creador— Rassma manifestó.



Eran la 12 del día ya. Se llevó a cabo una ceremonia de iniciación y desde el mundo etéreo Rassma sacó de un morral doce velas e incienso de estoraque que luego, a través de las manos de Pupa, se materializaron ante la vista de los jóvenes. Pidió a Silvia que fuera al molino por algo de agua, diciéndole que encontraría allí en qué traerla. La joven regresó al rato con una jícara llena del preciado líquido.



De las manos de Pupa, que servía de médium, surgió, además, un pomito con una sustancia que olía a alcohol y a esencia de clavo, que untó en las palmas de las manos de cada uno, advirtiendo el santón a los chicos que aquella sustancia ardería en su piel y que, llegado ese momento, habrían de apagar el fuego palmeando ambas manos a la altura del pecho.



Aquel ente espiritual miró hacia el Sol y bendijo el agua, dando un sorbo a cada uno, percatándose los chicos de que el líquido se había trasmutado en vino sutil. Del Sol se desprendieron dos esferas de luz color naranja que bajaron hasta posarse en las copas de los pinos. Aquellos hombres se postraron de bruces, diciendo que era la luz del Padre Celestial la que estaba presente. Los muchachos asociaron dicho fenómeno con la mismísima presencia de Dios, cayendo de rodillas, bañados en lágrimas de dicha y agradecimiento.



Terminada la ceremonia, se anunció a los jóvenes que vendrían otras difíciles pruebas por superar, de modo que se les recomendó que estuvieran muy pendientes, porque lo más seguro era que los gemelos Lashka y Larki volvieran a atacar, pero con más virulencia.



Los muchachos emprendieron el retorno, llegando, de paso, a la cabaña, a devolver el candil al diligente Salomón. Sorpresivamente, descubrieron que el sitio estaba derruido y por su ostensible deterioro era evidente que esa casa había sido abandonada desde hacía muchos años. 


—¡Vámonos de aquí! No indaguemos más —Pupa exclamó.

Y así, partieron rumbo a la ciudad.



V



Pupa recogió a los niños en casa de su hermana y de ahí partieron rumbo a su residencia en la calle Fundidora, frente al parque María Luisa, en Vallejo. Llegando a casa, encontraron a Lupita, la encargada de cuidar a los niños, esperando afuera. Había llegado de Toluca a mediodía, después de visitar a sus padres el fin de semana.

—¿Por qué no te llevaste la llave, Lupita? —Pupa inquirió.

—Es que pensé que usted no iba a salir, señora.



Pupa no quería quedarse sola con los niños y Lupita, por lo que pidióa sus compañeros que mejor no se fueran. Silvia avisó a su trabajo que se sentía indispuesta y no fue a los ensayos de la compañía en Bellas Artes.



Se advertía preocupación y cansancio en los rostros. Pupa trató de distraerse jugando con sus hijos; los demás tomaron una ducha y cayeron rendidos: Stan se quedó dormido en el sofá de la sala; Silvia y Octavio se fueron a una de las recámaras desocupadas.



En ese lapso, Stan soñó que caminaba, de noche, por una calzada adoquinada, a cuyos lados había unos pedestales que portaban bustos de bronce herrumbroso. La angosta avenida desembocaba en una casa de dos plantas. Las puertas y ventanas del primer piso estaban clausuradas y solo se podía entrar por una escalera exterior, recargada sobre el quicio de una buhardilla, en el segundo piso. Subió la escalera y penetró por la buhardilla que daba a un pasillo estrecho que iba a entrecruzarse con el túnel de una mina, como si aquella segunda planta diera, en realidad, a un punto debajo de la tierra.



Se asomó al túnel y, cuesta arriba del corredor, escuchó un estruendo desde la oscuridad: era una vagoneta motorizada que se detenía frente a él y venía tripulada por un chino de trenza, cuya cabeza era cubierta por un salacot que le tapaba el rostro hasta los ojos. El chino lo invitó a subir con un ademán y partieron cuesta abajo hacia las profundidades de la tierra. Un quinqué empotrado en la parte delantera del vehículo semiiluminaba la oscuridad. Siguieron un buen trecho por aquella angosta galería, que fue ensanchándose gradualmente por el costado izquierdo hasta convertirse, pasando una curva, en un amplio recinto lateral, donde estaba instalado un laboratorio, tapizadas de vitrinas sus paredes, en las que se guardaba una inmensidad de frascos llenos de todo género de órganos humanos. En el ínter, llamó la atención de Stan la permanencia de un hombre atareado, trabajando allí. Era un tipo barbicerrado, de gafas redondas de carey, que vestía un levitón a la usanza del siglo diecinueve; parecía como si aquel personaje se hubiera quedado atrapado en el tiempo. Stan notó, asombrado, que también él vestía de ese modo.



La travesía terminó en el interior de una iglesia vacía, de tipo románico, con una inmensa nave rectangular. Vio que en el altar mayor se encontraba de pie un hombre de cabellera albina, como de nueve metros de estatura. Era un gigante de túnica nacarada, que desde el fondo hizo retumbar la iglesia con su voz:

—Rosas, por fin has llegado. Te he estado esperando por largo tiempo, hijo mío. Ven a mí, no temas.



Mirando a sus espaldas, Stan se percató de que el chino del salacot había desaparecido. Se encaminó con paso seguro hacia el altar mayor, donde el gigante esperaba con los brazos abiertos. Yendo a la mitad del recinto, de súbito, surgieron de todas partes hordas de energúmenos cubiertos con yelmos y cascos con ventalles que, armados de ballestas, facas, tridentes y yataganes embistieron al titán. En minutos, lo cercenaron, brotando de su cuerpo una abundante sangre azul que se esparció sobre los blanquecinos mármoles del piso donde el gigante yacía, chapoteando en ella, presa de dolor.



En un santiamén, el cuerpo del titán quedó destazado en medio del recinto. Luego de cortar su enorme cabeza y de subirla sobre un armatoste con ruedas, los feroces guerreros emprendieron la marcha como si llevasen un lechón en bandeja de plata, con las pupilas entornadas y la lengua saliente.



Durante el dantesco trance, Stan fue tomado del brazo por una mano desconocida que se ocultaba tras una almalafa, sacándolo del recinto por una puerta lateral que llevaba a un atrio donde se encontraba un cementerio parroquial. Caminaron entre las tumbas hasta llegar a una lápida, y desde adentro de aquella capucha moruna emergió una voz de mujer, diciendo:

—¡He aquí los restos de tu última encarnación, Stan Evans!

En la lápida había la siguiente inscripción: «Andreas Piliatino (1864-1915)».



Cuando despertó, el joven encontró a Pupa, a un costado, dispuesta a limpiar con un paño el sudor que le rodaba por la frente hasta llegar al entrecejo.



VI



A la semana, Silvia Paredes tuvo un altercado con unas de las favoritas de Amalia Hernández, directora de la compañía de ballet, por lo que fue expulsada del séquito principal de bailarines que conformaban la primera compañía del Folclórico de México. Esa mañana, le habló a Pupa por teléfono para darle la infausta noticia y quedaron de verse a las 5de la tarde en el Café París de Reforma.



Allí, Silvia le relató a Pupa un sueño tenido en días pasados, en el que luchaba a muerte con una enanita muy similar a la descrita por Stan y por ella, a la que incluso lograba vencer en la refriega y hacer que huyese, al tiempo que dicho esperpento le profería una maldición: «¡Pronto perderás tu trabajo!¡Te lo juro!».


—Dicho y hecho, Pupa —resignada, decía Silvia—. Lo peor es que no tengo dinero más que para dos meses. No sé qué voy a hacer… Hasta he pensado recurrir a mi papá, pero con él, tú sabes, hay que darlas… Y eso es algo que detesto y que ni yo misma puedo perdonarme. Además, Pupa, quiero un friego a Octavio y no me gustaría que jamás en la vida se enterase de eso…¡Tengo mucho miedo!

—No te preocupes —recomendó Pupa—, yo tengo un dinero ahorrado, de lo que me ha mandado Benjamín. De algo te ha de servir mientras consigues trabajo. Pero, por favor, Silvia, ¡no te vayas a acostar con tu padre! Te lo suplico…

—Claro que no. ¿Por qué crees que me casé con Luis…? Desde entonces terminó la relación con mi padre… Y mira que el viejo ha tenido la desfachatez hasta de llorarme… La verdad, Pupa, ese señor fue para mí como un vicio abyecto que me costó mucho trabajo superar… ¡Pero lo vencí, Pupa! Lo vencí. Hoy me siento más segura que nunca.



Sirviéndose de la mente de Pupa, se escuchó una voz masculina, dulce y grave:


—No te asustes, Silvia. Soy yo, Rassma Trudi… He escuchado lo que has dicho y de eso quiero hablarte. Lo siento, pero tienes que contarle a Octavio todo lo que pasó entre tu padre y tú: ante Dios y ante ti misma, es un deber moral que hay que cumplir… Sé que esta es una prueba muy difícil para ti. Pero hay que hacerlo. Y es mejor que se lo digas tú antes de que cualquiera de nuestros enemigos pueda decírselo, y en tu propia cara. Ya ves con qué facilidad se posesionan del cerebro de Pupa. Sería desastroso…,y más queriendo como quieres a ese joven. Yo sé lo que te digo, hermana.



En tanto, Pupa, ajena, caminaba por un bello sendero en compañía de Saturnino, que le pedía algo similar a lo que Rassma le exigía a Silvia en nombre de Dios. En este caso, la situación era en torno al asunto Rentería:

—Tú tienes que decírselo todo al gringuito. No te hagas pato, Pupa; uno debe de ser legal. Además, ese va a ser el compañero de tu vida —demandaba Saturnino a la chica.



Indistintamente, ambas mujeres habían manifestado a sus interlocutores:


—¡No hay cosas más dolorosas en la vida de una mujer que sufrir abuso sexual y el irrefrenable deseo de dar al hombre amado un hijo que no se puede parir!

—¡Un hijo deseado con las entrañas yertas pesa más que un hijo muerto!—en esa ocasión diría Silvia a Rassma.

Años antes, ella había perdido la matriz en un aborto inducido.

—Sí —Rassma reafirmó, enigmático—, es que ser mujer es como cargar a Cristo junto con la cruz… Pero ¿quién no te dice que Dios, en vez de hombre, sea mujer?



Estando Silvia con Octavio a solas en casa, no sin antes patentizarle lo mucho que lo amaba y lo tanto que le atormentaba la idea de perderlo, sin más demora le platicó lo de su padre. Octavio quedó como paralizado, con la mirada fija en el vacío. Por fin, dijo:


—Esto me lastima mucho, Silvia. Pero sé sincera y dime una cosa… ¿Te gustó?

—Te quiero un chingo, Octavio. Pero no tiene caso que te conteste eso.

—¡Oh, chingar…! ¡Te estoy haciendo una pregunta! ¡Contéstame…! ¿Te gustó? —Octavio la estrujó de los hombros.

—Solo te voy a decir una cosa, Octavio: eso me ha lacerado el alma toda la vida. Es un dolor más profundo que el placer… Y piensa lo que quieras, pero no voy a contestarte. Es mejor que te vayas, Octavio. ¡Vete, por favor…! ¡Te digo que te largues…,que me dejes sola con esta pinche maldición!



Octavio, estando en casa de la Landázuri, se refugió en su cuarto y se acostó boca arriba, con los ojos entrecerrados, volviendo a revelársele la escena de la discusión con Silvia, pero de un modo distinto. Al estar la chica contándole ese episodio tan triste de su vida, Octavio Aguirre se percató de que de sus cabezas emanaba una energía densa, de un rojo quemado, que lentamente fluía hacia un ser que flotaba sobre ellos, pegado al techo. El cuerpo del humanoide disminuía o se agrandaba conforme la intensidad de energía emocional recibida. El dolor ajeno lo sumía en profundo éxtasis.



La energía incandescente que se desprendía del cráneo de los jóvenes penetraba al interior de aquel humanoide a través del ano, dando la impresión de que los violentos choques emocionales que expedían aquellas dos almas atormentadas estuvieran nutriendo a la perversa inteligencia adherida al techo como una cachora.



Era uno de esos seres conocidos en el mundo espiritual con el nombre de arcontes. Tenía una piel pustulosa, de un amarillo verdoso, pegada al cuerpo como una cáscara. Comparado con un ser humano, aquel engendro tenía brazos, manos y piernas al revés, y solo cuatro dedos tachonaban sus manazas como de saurio. En la frente aparecía un sol tatuado y la nariz no era visible, pues de allí despedía una luz intensa y blanquecina. Sus pupilas ardían como dos tizones. De sus fauces emanaba un vaho de color liliáceo. Su cuerpo carecía de sexo.



En aquella visión, el humanoide se esfumaba justo en el momento en que Octavio salía, desconsolado, del departamento de su novia para ir a refugiarse en casa.



Para Pupa la situación había sido muy distinta. «¡Oh, poor baby!», dijo Stan, estrechándola en sus brazos, cuando un día la chica, yendo entre los árboles del Parque México, le habló al norteamericano del caso Rentería. Sin pensarlo, llegaron a Insurgentes y desde allí observaron en una callecilla de la colonia Roma un letrero luminoso que decía: «Hotel Campoamor».



Fue la primera vez que Pupa experimentó un orgasmo; se sintió como transportada al interior del alma y del cuerpo de aquel hombre: «Naufragando en el mar de tus venas, voy por el torrente rojo de tu raíz enredadera, instante tras instante, recorro el país de tu cuerpo y miro al mundo desde lo alto, ardiendo en el crisol de tus pensamientos, pero también lo miro desde mero abajo, tras el cristal de tus uñas; de allí subo lamiendo tus huesos y ese sexo tuyo que me hace temblar por dentro, sintiendo que voy a desfallecer y que la vida se me va como el agua entre los dedos; emocionada, enseguida penetro en lo hondo de tu corazón y me descubro dentro de ti como lo que soy: tu mujer». En esa noche inolvidable, Pupa supo lo que una mujer siente cuando después de hacer el amor queda dormida encima de su hombre; además, supo lo hermoso que es despertar en la mañana, cobijada en los brazos del ser amado, sintiéndose segura, protegida.



Octavio, en cambio, no quería comprender un dilema cuyo desciframiento exige un cambio radical de nuestros paradigmas morales. Esto se reflejaba en él en una pena moral que se exteriorizaba con un dolor físico, punzante, que martillaba cada coyuntura de su cuerpo y de su alma. Un mar de prejuiciosas y mórbidas conjeturas atosigaban su mente. Inconscientemente, cerró los ojos y vio a una serpiente de fuego moviéndose en zigzag por el firmamento, convirtiéndose luego en un hombre en llamas que lo saludaba desde lejos, levantando una mano, al estilo black panther.



A una cuarta de su rostro, de repente, vio a un sujeto de pie frente a él e instintivamente saltó hacia atrás, invadido de sorpresa. El tipo estaba desnudo.


—Yo soy el Encuerado —dijo—. ¿Qué es lo que te atormenta? Dime. ¿Acaso es el hecho de que seas incapaz de perdonar o te azora que un pervertido haya seducido a tu novia desde niña, siendo su padre? Si en el error uno conlleva el martirio, también en el perdón radica la redención… Quiero que veas con tus propios ojos lo que está sucediendo —dijo aquel hombre, de pelo entrecano, barba corta y cerrada,con un aire similar a Georges Moustaki.



Asustado, Octavio volvió a cerrar los ojos, viendo de inmediato a Silvia en su apartamento, desnuda sobre la cama revuelta, con un espumarajo en la boca y un frasco de Valium tirado en la alfombra.



Salió corriendo de su casa por Viaducto, en la Escandón; pasó Insurgentes hasta llegar a avenida Coyoacán. En un santiamén, llegó al Cine Xola y cruzó volando por el mercado de la esquina, recorriendo hasta mitad de la cuadra siguiente para luego subir, como centella, las escaleras del edificio donde vivía su novia. A empellones, abrió la puerta de su departamento y encontró a Silvia inconsciente en su recámara, pálida y fría.



Llamó a la Cruz Roja. A Silvia le practicaron un dolorosísimo lavado de estómago y le pusieron sendas botellas de suero en ambos brazos… Finalmente, se salvó.



VII



Pupa y Stan organizaron una sencilla tertulia casera el día en que se matrimoniaron Silvia y Octavio. Por primera vez hubo un intercambio de impresiones sobre los acontecimientos acaecidos. Stan contó el sueño del túnel por donde bajaba a una especie de mina, en la que se había encontrado a un hombre con anteojos de carey y levitón, concentrado, trabajando en un laboratorio oculto debajo de la tierra. Asimismo, habló de la iglesia donde hubo visto al titán cercenado por unos aguerridos hombres que terminaron por llevarse su cabeza. Los demás compañeros, en cambio, comentaron sobre la experiencia mística tenida cuando conocieron a Rassma y a sus acompañantes.



Al tocar ese punto, sus almas quedaron invadidas de una especie de furor místico, coincidiendo todos con la idea de que Dios, Nuestro Señor, los había reunido a todos para llevar a efecto una misión por demás trascendental para la humanidad. En su caso, Octavio hasta aseguraba que alguien le trasmitía bellos pensamientos, expresados mediante sentidas oraciones, nunca escuchadas por oídos humanos.



En eso, estallaron los vidrios de una ventana de la sala y Pupa perdió el sentido sobre el sofá, sumergida en trance. Flotando en una noche iluminada por la luz nacarada del manto de Isis, vio a la serpiente de fuego que había visto Octavio ondulando en el lejano horizonte, misma que se transformó en un hombre en llamas que al rato se plantaba frente a ella.



—Buena noche, jóvenes amigos —dijo una voz a través de Pupa—. Perdonen la intromisión, y digo perdonen la intromisión porque dentro del Orden Cósmico esto está totalmente prohibido: ningún guía, hermano espiritual o como se llame puede penetrar a ningún plano despojando de su conciencia individual a otro ser inteligente. Se ha hecho una excepción conmigo y he obtenido permiso para hablar con todos ustedes, porque es necesario.



Los jóvenes se acercaron al sofá donde estaba Pupa y enseguida aquella voz continuó hablando:


—Aquellos que puedan visualizarme verán que estoy desnudo, así que permítanme que me presente como el Encuerado, aunque suene chusco y este no sea mi verdadero nombre, pero por razones de seguridad no voy a decirles cómo me llamo. En días pasados, me le aparecí a uno de ustedes para informarle de algo muy grave que estaba sucediendo. Veo que las cosas se solventaron de la mejor manera. Hoy por hoy, hagan de cuenta que están en medio de un fuego cruzado.

—¿Por qué? —Silvia preguntó.

—En lo que se conoce como mundo espiritual, se está librando desde hace mucho tiempo una verdadera guerra cósmica entre reinos muy poderosos, cuyos seres son capaces de desplazarse en diversos planos cósmicos; entre estos me incluyo yo. Somos gente que podemos observar en un solo instante todo lo que ocurre en su mundo. Somos seres que venimos de la Cuarta Dimensión. Yo, por ejemplo, para no ser percibido por mis enemigos ―y, por lo visto, también los suyos―, he creado en torno a ustedes un campo magnético; esto lo hice desde hace tiempo, a través de una moneda de cobre que uno de los nuestros puso en su camino, la cual me permite obstaculizar toda visión y toda audición que ellos quisiesen interceptar alrededor de ustedes. Esta es solo una de las razones de porqué ellos quieren quitársela, Stan. No dé esa moneda a nadie, así diga que es Dios el que la requiere, y menos bajo estas circunstancias, porque entonces estamos perdidos… En lo que respecta a las claves que ellos exigen les deben devolver, son una serie de códigos que sustrajeron de los Registros Akáshicos y que, de descifrarlos, les servirían para tomar por asalto una de las centrales rectoras del Orden Cósmico.

—Pero ¿qué tenemos que ver nosotros en todo este enredo? —Octavio inquirió.

—Que hayan sido involucrados en esto no es un hecho incidental. Todo tiene una razón de ser. Ellos a ustedes los llaman simbrióticos, aludiendo a una nueva mutación que se está operando en este mundo: se trata de una verdadera revolución psicológica, porque un simbriótico es, entre los humanos, aquel que ha logrado combinar y coordinar conscientemente los estados de vigilia y de supervigilia, logrando, en su caso, no solo descubrir a sus captores, sino que han empezado a combatirlos, alcanzando con esto un plano de conciencia superior respecto del común denominador de las personas.


Guardó silencio un instante y prosiguió, diciendo:

—Ellos temen ser desenmascarados y que ustedes les tumben su teatrito, aniquilándolos. Por eso es prioritario para ellos recuperar las claves y desaparecerlos del mapa, porque ellos necesitan de la fuerza nuclear de la Tierra y la de la humanidad para sobrevivir en este mundo relativo donde se han refugiado. Entre otras sustancias existentes en este planeta, muy especialmente estos seres se alimentan de la longitud de onda energética que ustedes expiden cuando son sujetos de sobreexcitación o están inmersos en un dolor intenso… Esta es solo una de las razones fundamentales por las que han mantenido en cautiverio a la humanidad, reciclando a la estirpe humana a través de una cadena interminable de reencarnaciones. En buena medida, ustedes vienen siendo los abuelos de sí mismos, pero también esclavos de estos seres.

—Entonces estamos bien cocinados —Stan reclamó.

—Así es. Ellos fueron en realidad los que bautizaron a Mireya con el sobrenombre de Pupa, un término que en español se vincula a la voz infantil que señala el causar dolor, pero que también se identifica con ese período de inmovilidad por el que transita una larva de mariposa hasta lograr la forma adulta. Ustedes son reconocidos entre ellos no como seres humanos, sino como pupas, es decir, como larvas humanas, porque siempre mantendrán sus almas inmersas en ese estado ilusorio en el que viven, persiguiendo quimeras, impidiendo que sus espíritus alcancen la forma adulta, que evolucionen y se reintegren a una Comunidad Cósmica con la que están desconectados.



Sentados a los pies de Pupa, sus compañeros, absortos, escuchaban a través de la chica la voz pausada del Encuerado, que repuso:


—No se dejen engañar por lo que ven, pues ellos, utilizando la fuerza de sus propias mentes, manipulan multiplicidad de imágenes que usualmente están asociadas con personajes relevantes dentro del mundo espiritual… Tengan mucho cuidado, pues tienen planeado matarlos violentamente. Manténganse unidos, no se separen, porque van a intentar dividirlos, sacando uno a uno de la ciudad con la intención de ejecutarlos en algún paraje despoblado. No tienen por qué confiar en mí —el Encuerado dijo—, pero tampoco tienen otra alternativa.

—Bueno, señor, ¿y cuál es entonces su cometido? —Silvia inquirió con firmeza.

—Sorteando grandes peligros, he logrado introducirme a esta fortaleza casi inexpugnable que es la Tierra, gracias a un aliado nuestro muy importante… Se trata del niño Saturnino, a través de quien les hice llegar el boleen. No se desprendan de esa daga mágica, les servirá. Vine a este planeta con la misión de destruir a Talai, un gigantón que poseía la facultad de materializarse o desmaterializarse a voluntad, hasta que quedó atrapado en la materia.

—¿Y quién es Talai?—Octavio preguntó.

—Dentro del Orden Cósmico, Talai es un importante prófugo de la justicia cósmica, que en el siglo diez, en una de sus frecuentes materializaciones, sufre una traición por parte de su gente, entronizada en este mundo, quedando reducido al fin a una gran cabeza parlante. Aún así, Talai logra imponerse a sus vasallos, gracias a uno de sus más grandes y fieles secuaces, Gerbert d’Aurillac, arzobispo de Rávena, quien en ese entonces fungía como custodio de tan abominable reliquia. Años más tarde, d’Aurillac logra ascender al papado con el nombre de Silvestre II, y cuando arrepentido exige en su lecho de muerte que destruyan la cabeza parlante, sus lacayos la empotran en una pirámide y, a hurtadillas, la esconden para que sobreviva. Esta cabeza existe en la actualidad y permanece oculta en una fortaleza subterránea de Nuevo México, que, en su interior, asemeja una iglesia de estilo románico. Uno de ustedes conoce ese episodio a través de sus sueños.



Luego de toda esta relación de eventos y personajes, el Encuerado se aprestó a aleccionar a los jóvenes con los últimos detalles y, llamando a Pupa por su nombre, dijo:


—Voy a desactivar unos implantes que ellos introdujeron hace tiempo en el cerebro de Mireya, con la intención de monitorear sus actividades; pronto vendrán a verificar el supuesto desperfecto. Así que tengan mucho cuidado. No se confundan. Tal vez más adelante traten de suplantarme. Por mi parte, les aseguro que jamás volveré a conversar a través de ella con ninguno de los aquí presentes. Yo estaré ayudándolos. Basta con que se concentren en la frase serpiente de fuego para que sientan mi presencia… ¡Una fuerza muy poderosa se acerca!—el Encuerado notó—. No me voy. Ando por aquí. Trataré de protegerlos hasta lo último de mis fuerzas.



Al retirarse el Encuerado, el cuerpo de Pupa se estremeció levemente y siguió inconsciente, recargada en el respaldo del sillón de la sala de su casa.



Con una Pupa en trance, primero la pared de la puerta de la calle fue cubierta de suave bruma que unos minutos después se descorrió cual cortina de teatro para aparecer frente a ellos un bello campo, seguido de una música de corte celestial.



En cántico cayó la escala musical del pentagrama. Un aroma de rosas inundó la atmósfera y un coro invisible, como de ángeles, invadió el ambiente con su canto: «Te veía, treinta y seis veces te veía por el mundo correr… Te veía, treinta y seis veces te veía por el mundo correr…». Esa fue la primera vez que Stan de manera consciente captó señales procedentes de otro plano. Silvia, al escuchar aquel coro como celestial, emocionada, musitó:

—¡Qué belleza, Dios mío!

Octavio cerró los ojos y vio una silueta que venía a lo lejos y que al acercarse, a muy corta distancia, descubrió que tan solo era un rostro de hombre, de cuya cabellera blanca y ondulante, como broches negros, pendían las almas.



Las voces del coro subieron de tono: «Te veía, treinta y seis veces te veía por el mundo correr… Eras manto que cubría el campo con su sentido, con su sonido… Te veía, treinta y seis veces te veía por el mundo correr, y en tu luz tronaba la energía, y de ahí me perdía en la bruma sepia de tus ojos borrados…Te veía, treinta y seis veces, treinta y seis veces te veía por el mundo correr». Luego, el cántico iba decreciendo: «¡Te veííía, te veííía!¡Te veííía!».



Allí, suspendido en el aire, permaneció aquel rostro tan etéreo como el dibujo del rostro de Gibran. Pupa se estremeció y, paulatinamente, empezó a levitar, manteniéndose así hasta que de su boca emergió una voz endeble que dijo:

—Hijos míos, los más pequeños e indefensos. Acérquense a ella y escuchad, porque yo no puedo penetrar tan directamente a su cuerpo como sus hermanos Saturnino y Rassma. De hacerlo, mi energía haría estallar su cuerpo… Sé de las enormes pruebas que han pasado en mi nombre. Mi mayor regalo será compartir con cada uno de ustedes, mis hijos, una pequeña ceremonia en la campiña. Quien quiera verme a solas, me verá. Y quien quiera hacerse oír, escucharé sus pesares. Su hermano Rassma vendrá enseguida a dar aviso dónde será el feliz reencuentro. Pax profunda.



El ser divino desapareció, así como la visión del campo floreado, al momento que Pupa iba descendiendo, suavemente, hasta volver a quedar sentada en el sofá de la sala. El aroma sutil de rosas siguió flotando en el ambiente. Por último, Rassma se manifestó a través de Pupa:


—¡Bienaventurado sea el inconmensurable amor de Dios, Nuestro Señor! —y, evocando el pensamiento de Escrivá, dijo—: Así como el clamor del océano se compone del ruido de cada una de las olas, así la santidad de vuestro apostolado se compone de las virtudes personales de cada uno de vosotros.



Seguidamente, Rassma citó a Pupa en el Valle del Silencio para el sábado siguiente. Le recomendó ir sola, sugiriéndole llevar la moneda de veinte centavos en poder de Stan; además, traer consigo fresas, vino blanco, pan negro y una vela roja, así como esencia de clavo para una ceremonia que celebraría.



Allí, Rassma introdujo un nuevo personaje: era el doctor Absalón, quien dijo venir a revisar a Pupa para evitar posibles complicaciones en su organismo, ya que la energía del Padre era tan poderosa que aun el mero reflejo de su fuerza dejaba secuelas en la persona, que se manifestaban a través de cefaleas intensas, pérdida del equilibrio y erupciones en la piel.



Durante la auscultación, Stan sintió que le jalaban el ombligo por dentro; Octavio experimentó pequeñas descargas eléctricas en el ano; Silvia aseguró después no haber sentido nada. Ya reinstalados los implantes, los dos hombres se despidieron de los jóvenes con un saludo fraternal.



Por intuición, Stan recordó al hombre que había visto en el laboratorio macabro cuando bajaba por el túnel, yendo en la vagoneta, e interrogó a Octavio:

—¿Viste cómo era físicamente el doctor Absalón?

—Sí, alcancé a verlo. Era un tipo de barba con gafas redondas, de esas de carey.

—¿Acaso vestía un levitón?

—En efecto.

—Estoy casi seguro —Stan dijo—, por las características que me das de ese individuo, que es el mismo hombre que vi en sueños dentro de aquel laboratorio subterráneo.



La decisión final de los jóvenes fue no separarse e ir al Valle del Silencio ese sábado y enfrentar juntos lo que el destino les deparase ese día.



VIII



A la mañana siguiente, Stan habló por teléfono con su madre, recibiendo la infausta noticia de que su hermano Don había sido herido de muerte durante una batida en la comarca de Hue, en Vietnam, y que, de salvarse, quedaría cuadripléjico.

—Ven, por favor, hijo—rogó la madre—. Ya compré tu boleto de avión; pasa a Mexicana a recogerlo. ¡Urge tu presencia en Garden Grove! De aquí partimos hacia Saigón.

—No puedo, mamá —Stan repuso, lacónico.

Thelma no podía dar crédito a sus oídos: el único hijo con el que creía contar en todo momento negaba presentarse a tan urgente requerimiento.



Stan le platicó a Pupa de lo acontecido con su hermano y sobre el llamado de su madre.

—Stan, no es posible que unos espantos nos tengan de rodillas —reprobó la muchacha—. Ve a tu casa y ayuda a tu madre a encarar este problema porque está sola. ¿Quién mejor que tú para estar con ella en esta situación tan doloroso para la familia?



Las palabras de Pupa eran ciertas. Tras el divorcio de los padres de Stan, aquella familia escindida se había reunido más que  en dos ocasiones, una en California y la última cuando Thelma y sus hijos menores visitaron Texas, con el fin de que estos vieran a Frank y Jean, sus hermanos mayores; ocasión en que el padre, con el fin de descalificar a su ex  mujer y de paso a sus vástagos que no permanecían a su lado, inopinadamente sacó a colación la vida disipada de los californianos, dando pie al resurgimiento de viejos e insolubles conflictos familiares.


—Si me marcho de aquí, Pupa—Stan dijo—, no solo corro el riesgo de perder a mi hermano y a mi madre para siempre…,sino a ti también. Y eso es lo que menos quiero. Estos seres que inexplicablemente han aparecido en nuestras vidas, en verdad, no creo que estén jugando. Presiento que, si nos agarran solos, nos van a matar. Hoy más que nunca te confieso que no creo que lo de mi hermano sea pura casualidad… Lo siento mucho, pero mi hermano y mi madre tendrán que esperar, porque si el fin era separarnos a raíz de lo que está pasando con mi hermano Don, te juro que no va a ser posible. Lo hecho, hecho está, no podemos remediar nada, mientras que lo que se cierne sobre nosotros es todavía una amenaza…, una amenaza susceptible de modificación. Entonces, tenemos algo de esperanza, ¿no crees…? Hay que luchar, Pupa. No queda de otra.



El viernes temprano, Octavio, con todo y riesgo, se fue a explorar a los alrededores del Valle del Silencio. Al fin, se introdujo por un angosto camino y llegó a un claro del bosque, eligiendo ese lugar como el sitio propicio para acampar al día siguiente.



Por la tarde, cuando regresó a casa de Pupa, solo estaba Stan, organizando los utensilios y víveres que llevarían para acampar esa madrugada en el sitio indicado. Se trataba de una tienda de campaña, cuatro bolsas de dormir, un botiquín médico hasta con un tanquecito de oxígeno, lámparas, luces de bengala, un cuchillo de cacería, un abrelatas, fósforos, una estufita de gas, botellas de agua, papel higiénico, bolsas grandes de papel, comestibles enlatados, fruta y lo demás que Rassma había pedido para la ceremonia.

«¡Pinches gringos exagerados! ¡Están relocos!», malamente pensó Octavio al ver a Stan haciendo los preparativos para el viaje. Cuando preguntó por las jóvenes, Stan le informó que habían ido a llevar a Lupita y a los niños a casa de la hermana de Pupa para que pasasen el fin de semana allí.



Al regreso, Pupa y Silvia llegaron muy asustadas, porque unos tipos rubios habían forcejeado con ellas en el estacionamiento de un centro comercial, tratando de introducirlas a la fuerza a un automóvil.

—De no ser por Saturnino, que de repente apareció, quién sabe cómo nos hubiera ido… —Pupa dijo.



Ambas mostraban quemaduras en los brazos, inexplicablemente producidas por el contacto con aquellos individuos durante el jaloneo.



IX



Marcaban las tres y media de la mañana en el reloj pegado con un imán al tablero del Volks de Silvia cuando iniciaron lentamente el ascenso a las montañas, camino a Toluca. Al poco tiempo, tomaban la desviación rumbo a Chalma.



—¡Ojalá y no nos lleven al baile! —Octavio dijo con humor ácido cuando vio el señalamiento carretero que anunciaba el camino rumbo al pueblo de Chalma, a cuyas celebraciones religiosas la gente acude en busca de milagros, bailando.



Octavio Aguirre había propiciado aquel chiste, que no produjo gracia alguna, con el fin de inspirar confianza a sus compañeros y de reflejar una seguridad de la que sentía carecer casi por completo. Como si fuese camino a cadalso, Octavio recorría mentalmente pasajes significativos de su vida, acordándose de su hermano Braulio, cuando de pequeños, en el mes de mayo, iban a la iglesia a entregar flores a la Virgen; de las personalidades de su madre y de su padre, tan disímbolas; de Miguel Ángel y su gran sensibilidad; de las Mireles siempre guapísimas, al tiempo que repetía entre dientes:

¡Tengo que sobrevivir!



Al poco tiempo, tomaron por el caminito vecinal que los llevó hasta el claro del bosque antes descubierto por Octavio. Subieron el vehículo por la ladera de un cerro, dieron vuelta y lo estacionaron trompa cuesta abajo, iluminando con los fanales el sitio donde acamparían sobre la planicie. Bajaron los utensilios que traían consigo y se dispusieron a armar la tienda de campaña y a acomodar las demás cosas en el pasto. Al cabo de unos minutos, cuando erguían el andamiaje de la tienda, tensando las cuerdas en las alcayatas clavadas al suelo, el coche de Silvia, intempestivamente, se vino cuesta abajo en dirección a ellos.



—¡Cuidado, Octavio! —Silvia gritó a su esposo, que, de espaldas, instintivamente se hacía a un lado para que el automóvil pasase justo rozándole y fuera a parar a mitad del llano.



Pupa, que estaba contigua a un Octavio que yacía sobre el pasto, presurosa acudió en su auxilio, al tiempo que el joven reaccionaba con rapidez, sentándose en el suelo y diciendo:


—Estoy bien, estoy bien.

Luego de eso, Silvia y Stan fueron en pos del coche. En el ínter, la chica escuchó una voz de mujer que le decía al oído:

—¡Puta incestuosa, ahorita me las pagas!



Revisaron detenidamente el interior del auto y notaron que el freno de mano y la reversa del cambio habían sido destrabados. Echaron a andar el coche, girando la direccional hacia el punto donde habían quedado Octavio y Pupa.



¡Oh, Sorpresa…! Pupa estaba desnuda, empotrada sobre el pecho de Octavio, y, poniéndole un cuchillo de monte en la yugular, le decía con voz aguardentosa:

—¡Vas a ver, cabrón! Te voy a coger como me cogí a tu hermano la noche anterior a su asesinato.



Telda se había apoderado de Pupa. Silvia y Stan se quedaron fríos, mirándose. Respecto de este tipo de mañitas de Telda o Cuitlapanton, en el libro de León y Gama existe un comentario de Torquemada sobre la famosa enanita. «Parece que esta misma diosa era la que se transformaba de día en una mujer moza y hermosa, que andaba en los mercados provocando a los hombres y después que estaban con ella los mataba», refiere la explicación. Siendo así, era comprensible el porqué de la muerte del hermano de Octavio Aguirre.

—¡Esto sí no lo perdono! —Silvia amenazó.


Desabrochándole los pantalones a Octavio, la enana ya le acariciaba la verga, poniendo el clítoris suave y jugoso de Pupa en la punta de su bálano.

—¡Yo te mato, hija de la chingada! —Silvia explotó, histérica, en tanto el norteamericano, mucho más consciente, la detenía de un brazo, llevándosela mano al abdomen y, agarrando con furia el boleen, lo lanzó hacia el sitio donde se encontraba Pupa.

El arma iba a una velocidad increíble, pero llevada por un instinto sobrenatural, la enana volteó exclusivamente para atrapar a tiempo el boleen en el aire.

—¡Qué idiota eres! —Telda exclamó desde el cuerpo de Pupa—. A poco crees que a mí me vas a asustar con esta chingaderita… ¡Ahora me coges, cabrón! —Telda ordenó a Octavio, que había alcanzado ya una perfecta erección. Y sin más, la mujer se dejó caer con todo el peso de Pupa sobre aquello.

—¡Encuerado, nos has traicionado, maldito! —Silvia gritó, llorando desconsolada.


Desmayada de rabia, la chica cayó en los brazos de Stan, al momento que una fuerza invisible levantó a Pupa en vilo, arrastrándola como quince pasos, para dejarla tirada sobre el pasto, inconsciente.



Con una lanceta de oro en la mano, Silvia se vio corriendo por la espesura de la selva, persiguiendo a una Telda que iba, desaforada, corriendo hacia una pirámide como de seis metros de altura, hecha de jade, ónix, plata y oro. Subió deprisa los escalones hasta la cúspide y, ya allí, se introdujo en un relicario grande, de fina madera.



A punto de poner Silvia un pie en el primer escalón, el Encuerado la atajó de frente, advirtiéndole, con suave firmeza:

—Por favor, cálmate. Si pisas por error los escalones nones, tu cuerpo etéreo se desintegrará de inmediato y para siempre. Ven conmigo y déjame explicarte, que yo no he traicionado a nadie.



Monte adentro, el Encuerado indicó que había llegado la oportunidad de deshacerse de la enana. Le quitó a Silvia la lanceta de oro y le dio, a cambio, un pequeño tridente de plata acompañado de un cesto navajo, advirtiéndole a la chica que ella era la única que podía subir al basamento con la finalidad de aniquilar para siempre a Siete Culebras—llamando así a Telda—, pero antes debía de saber cómo hacerlo.

—¡Claro, claro! —la chica dijo, con excitación.

—Nadie de este mundo, sino solo una mujer como tú, Silvia, puede acabar con Siete Culebras. Y te hablo de Siete Culebras porque, en realidad, se trata de siete enanas y no de una, que se transforman en serpientes en cuanto llegan a su refugio dentro de ese relicario que viste arriba de la pirámide… Para poder ambos ascender y descender de su escondrijo, tú, como mujer, solo puedes pisar los escalones pares; y yo, como hombre, tengo que subir y bajar por los nones… No te asustes cuando las veas allí adentro. No te atacarán, pues permanecen en estado de hibernación… Cuando las tengas frente a ti, con el tridente que te acabo de dar vas a clavar una a una sus cabezas para echarlas en este cesto. Ya que lo hayas hecho, de la misma manera que subimos bajaremos los escalones: tú pisando los pares y yo los nones… Cuando estemos abajo, pondré en tus manos una sustancia que arrojarás sobre ellas dentro del cesto y luego les prenderás fuego. ¿Estamos de acuerdo?

—Sí —Silvia dijo, escuetamente.

—Si a la hora de la hora te retractas, estamos perdidos —el Encuerado advirtió.



Silvia ascendió los escalones, pensando que el cesto era pequeño como para meter a las  siete serpientes que antes el Encuerado había aludido. Cuando el Encuerado abrió la puerta del relicario, aparecieron siete diminutas serpientes de coralillo, hechas nudo unas con otras: dormían allí el sueño mortífero de las siete malas propiedades del mundo.



Un estremecimiento invadió el cuerpo de Silvia, que con ojos de angustia miró al Encuerado. Él se concretó a mirarla, moviendo la cabeza afirmativamente, animándola a no amedrentarse.



La joven se reanimó y, con increíble precisión y parsimonia, fue clavando una a una las cabezas de las siete serpientes para luego meterlas al cesto. Enseguida, bajaron con tiento los escalones, según el orden previsto.



Una vez abajo, Silvia vació el líquido dentro del cesto y le metió lumbre con un ocote encendido que hubo recibido de manos del Encuerado. Al empezar a arder el cesto con las siete serpientes, desde su interior se escucharon gritos desgarradores. Al mismo tiempo, la pirámide empezó a derretirse como si fuera de parafina. Cuando un fuego avasallador envolvía la edificación por entero, de lo más recóndito del relicario surgieron siete mujercillas envueltas en llamas, que balbuceaban, gimientes, lo inaudito.



Siete fueron los latigazos que laceraron el rostro de Talai, marcando su bella faz:

—¡Ay, mis hijas! Han asesinado a mis niñas —brotó un aullido destemplado y lastimero de su garganta.



Al acto, vomitó nueve purulentos arcontes —sus ministros—, cuyos cuerpos amarillo-verdoso rodaron ardiendo por los escalones de un basamento piramidal contiguo, donde, en la cúspide, estaba empotrada la cabeza parlante del titán.



Mientras tanto, en el sitio donde los chicos habían acampado, Stan, preocupado, le colocaba a Pupa la mascarilla de oxígeno en la boca. Octavio, instintivamente, con las manos trataba de pasarle energía a Silvia, poniéndolas sobre su cabeza inerme, en lo que le explicaba a su amigo que veía flotar el cuerpo etéreo de Pupa encima de su cuerpo físico; sin embargo, no divisaba a su mujer venir.

—No sé por qué Pupa no baja. Su cuerpo astral está flotando arriba de ella… A quien sí no diviso por ningún lado es a mi mujer—Octavio explicaba a Stan, con angustia.



Al fin llegó Silvia, acompañada del Encuerado, que ayudó a Pupa a salir de su letargo espiritual. Estando aún ambas fuera de su cuerpo material, les explicó el nuevo plan a seguir. Octavio sirvió de intérprete a Stan, repitiendo en voz alta lo que el Encuerado dijo:

—Debemos de evitar a toda costa que el enemigo se apodere del cerebro de Pupa. Para eso, vamos a utilizar el imán que sostiene el reloj en el tablero del coche, uniéndolo a la moneda de cobre que tiene Stan, y luego vamos a poner ambas cosas en una venda para amarrarla en la nuca de Pupa. Con esto es más que suficiente.



El Encuerado también informó que los implantes que Absalón les había reinstalado ya estaban desactivados, y le explicó a Stan que cuando sus compañeros reflejasen síntomas de debilitamiento extremo él tendría la facultad de fungir como dinamo del grupo. Bastaba con oprimir sus pulgares sobre las palmas de las manos de sus amigos para que estos recuperaran fuerzas de inmediato, así anduvieran tribulando lejos dentro del astral.



Silvia volvió en sí y, conforme lo acordado con el Encuerado, se dirigió a un sitio cercano a recoger un par de plumas de ave, que, unidas a su ombligo, le permitirían a su cuerpo etéreo abandonar su materia en el momento en que la situación lo requiriese. El plan básico radicaba en no permitir que el enemigo tomase la mente de Pupa, con el fin de evitar que se apoderasen de su cuerpo y la usasen como rehén y vehículo para recuperar las claves que presuntamente poseía Stan.

―Lo cierto es que las claves permanecen ocultas dentro de la moneda de cobre―el Encuerado finalmente reveló el secreto.



Para concluir, el Encuerado le pidió a Octavio que escarbara justo donde tenía su pie izquierdo. Al poco de escarbar, encontró un pequeño caduceo hecho de un material tan fuerte como el titanio y les dijo que dicho objeto mágico era un arma mucho más poderosa que el boleen, recomendando a Octavio que lo mantuviese dentro de la boca mientras sus compañeras se desplazasen dentro del plano astral; con esta acción ―le explicó al chico― podía monitorear a Pupa y a Silvia al momento de desplazarse dentro de dicho plano espiritual, y que, en situaciones de inminente peligro, ese caduceo tenía la facultad de transportarse automáticamente de un plano a otro, permitiendo a las jóvenes defenderse con un arma cien por ciento mortífera, cuyo funcionamiento era igual al del boleen, ya que, luego de aniquilar al enemigo, volvía a manos de su lanzador.



De la espesura del bosque salió un hombre negro de un costado y blanco del otro, al que Pupa y Silvia le salieron al paso dentro del mundo astral. Octavio le hizo un ademán a Stan, avisando de la presencia del entremetido. Aquel ser extraño se dirigió al par de mujeres, diciendo:



—No me maten. Soy Santu Matu y vengo en nombre de Lashka y Larkia hacer las paces con ustedes. En verdad, lo único que nosotros queremos es trasmitirles conocimiento y protegerlos de sus enemigos. Como prueba de buena fe, las invito a que me acompañen a un sitio donde se encuentran unas alimañas que le hicieron mucho daño a usted, Pupa. Ha llegado la hora de que le rindan cuentas. Por favor, acompáñenme, hermanas —sugirió, convincente, el hombre mitad negro, mitad blanco.

Una fuerza irrefrenable adormeció la voluntad de los cuatro jóvenes, forzando a Pupa y a Silvia a seguir al tipo, que iniciaba el retorno seguido de las dos chicas yendo tras él como mascotas tras su amo. Ante aquella acción, los entumecidos cerebros de Octavio y Stan no alcanzaron a reaccionar en lo más mínimo para impedir tal cosa.



Pupa y Santu Matu se materializaron en el interior de un departamento de un tétrico edificio del De Efe, ubicado en la esquina de Río Tíber y Grijalva, mientras Silvia aguardaba por ellos, flotando en lo etéreo.

—Aquí la tienes, es tuya —el hombre dijo a Pupa.

Era la Potranca, sentada en una silla de ruedas.

—¿Qué, no me reconoce, señora? —Pupa espetó, encorajinada.

—¿Quién anda ahí? ¿Cómo entró? ¿Qué quiere de esta pobre ciega?

—¡Que me diga dónde está Reynaldo Rentería!

—¡Pues bien muerto! —chilló la mujer, agregando—:¡Jaibo, Jaibo, alguien se metió a la casa!

—¿Es usted?—asombrado inquirió el Jaibo al ver a Pupa, después de haber salido de la habitación contigua, pistola en mano.



Santu Matu, el extraño ser, sin más asió de la garganta al Jaibo, doblegando su cuerpo poco a poco hasta que cayó inerme, asfixiado, con el rostro horrorizado y la lengua de fuera, muriendo como mueren los patibularios y hechiceros.



No fueron suficientes los gritos de ¡basta! por parte de Pupa para evitar que el hombre lanzase a la mujer al suelo, pateándola hasta que, de súbito, apareció Saturnino, jalando de una mano a Pupa, al tiempo que la desmaterializaba.

—¡Vámonos pronto de aquí, tontolina! —el niño ordenó.



Más tardaron en salir de allí que en producirse tremenda explosión dentro del departamento, volando por los cielos Santu Matu y los cadáveres de la Potranca y el Jaibo, junto con muebles, puertas y ventanas.



Con el fin de matar varios pájaros de un tiro, Santu Matu había propiciado la peligrosísima acción de desmaterializar el cuerpo de Pupa del sitio donde se encontraba con los chicos en el Valle del Silencio para volver a materializarla en aquel antro de la ciudad capital. En el Valle, habiendo sido devuelto el cuerpo de la joven al lugar donde se encontraba, Pupa había regresado convulsionándose. Un frío de muerte circundaba el ambiente. Los pulgares de Stan se marcaron fuertes en las palmas de las manos de su amada, en tanto le decía con desesperación a Octavio que le pusiera la máscara de oxígeno y observara su respiración.



Poco a poco, la chica fue recobrando el semblante y el pulso se normalizó, aunque seguía en trance junto con Silvia, que lucía tranquila, como durmiendo.



En tanto, en el mundo astral, Saturnino regañaba a Pupa por haberse dejado engañar por la gente de Lashka y Larki.

—Nomás falta, Pupa, que venga alguno de esos y te meta en la cabeza que Diosito es el demonio, y tú te creas semejante cosa —reprendía el chiquillo.



Silvia, Pupa y el niño caminaban por en medio de la misma rúa de bustos herrumbrosos que Stan hubo visitado en sueños. Alegando, llegaron a la desembocadura de la avenida hasta topar con el caserón de dos pisos para subir por la escalera recargada en la buhardilla e ingresar por el estrecho pasillo que daba al túnel.



—Hay que esperar al Paje. Él nos llevará hasta donde se encuentra Papá Dios. Quiere hablar contigo, Pupa— el gracioso chiquitín anunció.

Pupa sintió el caduceo en su mano.



Finalmente, el chino del salacot llegó en la vagoneta y partieron hacia las entrañas de la Tierra. Al rato, entraron a la curva pronunciada hasta tener ante sus ojos el tétrico laboratorio y observar al hombre de las gafas de carey salir apresurado de allí.

—Oye, Saturnino, ¿conoces a ese hombre que va allí, saliendo? —Pupa preguntó al niño.

—¡Híjole, Pupa, qué preguntona eres! —dijo el niño—. Él es el doctor Absalón, un científico benefactor de la humanidad. ¿Satisfecha?



Llegando al interior de la nave rectangular de la iglesia de estilo románico, Saturnino volteó hacia el chino, que medio cubría su rostro con el salacot.

—En esta ocasión, tú nos vas acompañar, Paje, así que no te vayas—el niño ordenó, tomando al hombre de la mano para espetar a voz en cuello—: ¡Conque aliados!, ¿no? —y le asestó en el estómago una y otra puñalada con el boleen que Stan había perdido en su batida con Telda.

El hombre cayó como fardo, botando el salacot de su cabeza: era el Encuerado, que antes de fenecer alcanzó a gritar desesperadamente a Pupa—:

—¡Dispara! ¡Arrójale el caduceo!



Al mismo tiempo, en el Valle del Silencio, Stan y Octavio contemplaban, azorados, cómo se materializaban frente a sus ojos Rassma, Lashka, Larki, Gauli, Yorart, Yara y el doctor Absalón. Estaban allí parados, como a setenta metros, emprendiendo la marcha hacia los jóvenes, que empezaron a temblar de miedo.



—¿No que entre ellos eran enemigos? —Octavio tartamudeó.

Como a treinta pasos, los hombres pararon su marcha y Rassma se dirigió a Stan, ordenando:

—¡Dame la moneda de cobre!

—¡Primero tendrás que matarme! —Stan dijo con tono firme, y procedió a quitar la venda de la cabeza de Pupa, recuperando la moneda de cobre.



En eso, Rassma le lanzó a Stan una especie de balín de acero. Octavio, rápido, se abalanzó sobre su amigo para cubrirlo, recibiéndolo el golpe en el pecho.



En el acto, Octavio y Silvia empezaron a arder en llamas que brotaban del interior de sus cuerpos, quemándose vivos cual teas humanas.

—¡Silvia! —alcanzó a gritar Octavio, desgarradoramente, mientras sus cuerpos eran abrasados por el fuego.



Stan se arrojó sobre ellos, cubriéndolos con las bolsas de dormir. Fue imposible para él sofocar aquellas llamaradas que surgían de lo más profundo de las entrañas de sus amigos, consumiéndolos la lumbre por completo. Era aterrador ver a Silvia y a Octavio arder como bonzos, sin poder hacer absolutamente nada por ninguno de los dos.



—Mundo de mano fina que al tocarme es lija y arde, ¡te dejo!, que ya desgarraste lo último: mis sentimientos. Te regreso tu coraje, que poco pudo contra el miedo de vivir en este mundo —Stan escuchó con los oídos de su corazón la voz de Octavio.



Paralelamente, Pupa veía a Silvia gritar «¡Octavio!», al tiempo que su yo etéreo se desintegraba, ardiendo en llamas, y sin el menor miramiento, lanzó el caduceo sobre el niño. Al dar en el blanco, Saturnino exhaló un chillido bestial, transformándose en un hombrecillo como de uno treinta de estatura, piel grisácea y una enorme cabeza pelada, con ojos negros grandes y redondos, que, a medida que caminaba hacia donde yacía la gran cabeza empotrada en la pirámide dentro de la iglesia, se iba derritiendo como mantequilla al fuego, quejándose:



—Padre Talai, mira lo que han hecho los simbrióticos contigo. Han aniquilado el gran paradigma de la humanidad, al Dios único y verdadero. Ya nada será igual en este mundo sin ti.



Talai, la albina cabeza parlante, musitaba inaudibles palabras, moviendo la boca. Desde entonces permanece así, pudriéndose en su actual guarida de Nuevo México, inservible y desconchinflada para siempre.



En el interior del basamento donde estaba empotrada la cabeza gigante había a un costado una portezuela pintada con figuras rupestres por donde salieron más y más enanos grisáceos que se diferenciaban entre ellos porque unos tenían ojos redondos y los demás, rasgados.



Los primeros son conocidos como rigelianos, ya que proceden del sistema planetario de Rigel; los segundos se reconocen como reticulianos, por ser de un planeta que gira en torno a la gran estrella Zeta Retículi. A medida que aquellos hombrecillos bajaban de la pirámide iban derritiéndose hasta fundirse en el suelo, manchándolo como con aceite quemado.



Antes de reingresar a su cuerpo, a unos pasos de Stan, desde el astral, Pupa contempló la manera en que se derretían físicamente los reticulianos que un día se hiciesen llamar Rassma, Lashka, Larki, Gauli, Yorart, Yara y Absalón.



Cuando volvió en sí, Pupa se fundió en los brazos de Stan, que lloraba como niño.

—¡Pupa, mataron a Octavio y a Silvia! ¡Los redujeron a cenizas! —decía, señalando hacia la pila de cenizas que empezaba a llevarse la ventisca.

Sobre el pasto, permanecieron abrazados en silencio largo rato… El Sol empezó a bambolearse y una capa azulosa cubrió los haces de luz, en tanto un repiqueteo de campanillas se dejó escuchar a lo lejos para dar paso a una dulce voz, de mujer, que invadió el ambiente con su canto:

—Espíritu Santo, que iluminas nuestro ser y escuchas nuestro pensamiento de amor en el éxtasis de tu infinita ternura, nosotros, tus hijos, que por ti existimos, suplicamos bendigas el camino de nuestro divino destino para alcanzar la libertad.



Era Tonantzin, señora de nuestra carne y nuestro espíritu, dentro de un triángulo de luz, parada ahí frente a ellos.


SEP-INDAUTOR
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CONTROL:55695/1995/2
































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