sábado, 12 de septiembre de 2015

Mujeres insustituibles


Por Roberto Elenes




La teoría cosmológica dice que así como hubo una explosión —¡poca madre!— hace diez millones de años, llamada Big Bang, de la que emergió el universo como una masa fragmentada en incontable cantidad de pedazos que hasta la fecha van volando por los aires a una velocidad increíble y en todas direcciones, de la misma manera, un día, aquella mole dispersada, que en algunos casos sus partes son de tamaño inimaginable, frenará su prurito expansivo, dando pie a un violento fenómeno de retracción, nombrado Big Crunch, para retornar de súbito al punto de partida y enseguida convertirse en una colosal bola de fuego, produciéndose de ese modo una hierogamia entre materia y espíritu que pondrá punto final al periplo de la Enseñanza del Tiempo.



Antes de eso, dicen las suposiciones científicas que de aquí a cinco millones de años más habrá una coalición fenomenal entre la Andrómeda y la Vía Láctea. La Tierra, nuestra madre generatriz, la primera de nuestras mujeres insustituibles, será entonces como una naranja cristalizada, con su gran coño de amatista desflorado y las trompas de Falopio desprendidas dentro de una matriz congelada, si es que a sus vástagos abominables no les da antes por meterle un cartucho atómico por el fondillo, mandándola a volar hecha pedazos a todo lo largo de la Vía Láctea, no sin haber previamente provocado una catástrofe ecológica del tamaño del mundo. Obvio que este tipo de travesuras las tendrán que hacer luego de no mucho tiempo en que a la lámpara solar le empiece a fallar el aceite y el pabilo.



Por lo visto, este ámbito del universo en que vivimos es tan relativo como nuestras vidas personales. Entender bien a bien esto nos permitiría por fin concluir que aquí solo estamos de refilón, lo que de perdida nos haría tomar muy en cuenta la imposibilidad de adquirir, a perpetuidad, derechos de propiedad sobre la Tierra como los que se atribuyen esos que, a la sombra de intereses inconfesables, inspirados en un capitalismo depredador, están llevando a la humanidad derechito al desfiladero.



Como decía Martín Hidalgo, heme aquí pensando puras mamadas, mientras bajo de los cerros aledaños a la ciudad de Querétaro, yendo en el automóvil con mi mujer, apurados, hacia el Sanatorio Margarita, pues hace rato se le reventó a Lucy el saco amniótico y está a punto de parir a nuestro primer hijo.

—¿Cómo te sientes, m’ija?

—Bien. Tú, tranquilo. Ahorita llegamos, ya verás.

—No cabe duda, Lucy Mateos, me sorprende tu temple. Eres un gigante oculto en esa finura del cuerpo tuyo —dije.



El caso es que nuestro niño vendrá a nacer a finales de la década de los ochenta —y yo con treinta y ocho años encima— en un mundo superpoblado en el que la gente de los llamados países pobres empezamos a ser sometidos a una especie de depuración social y étnica por parte de un puñado de individuos asquerosamente ricos, que, parapetados dentro de las instituciones financieras internacionales y en los gobiernos de los países ricos y pobres, conforman la siniestra camarilla que pilotea el Orbe.



De chamacos, cuando iniciaba con Martín Hidalgo este tipo de disertaciones que calificaba de estériles, como acto continuo, él trataba de interrumpirme, tratando de enmarañarme con sus refranes fuera de contexto:

—No te engranes, vato, déjate de mamadas. Entre bomberos no se pisan la manguera.



Haciendo caso omiso a sus dichos babiecos, como si nada, proseguía:

—Es que la vida implica un privilegio, Martín. Me refiero al privilegio de la lucha por adaptarnos a un mundo que no es nuestro hábitat natural, ya que si lo fuese no experimentaríamos la inhumana atrofia del dolor y el miedo. ¿No te parece?

—Andando y meando, pa’no hacer hoyo —espetaba cuando me detenía, tratando de abundar en más explicaciones.

—Es que tenemos la obligación moral de garantizarle a la estirpe humana una supervivencia armónica, sin tratar de actuar ya…

—¿Garantizarle? Pero ¿qué podemos garantizarle tú y yo a la humanidad, pendejo, con toda esta bola de cabrones, adueñados del mundo, que al menor respingo te parten la madre?

—Es que la única manera de perfeccionar el desarrollo de la vida humana en este planeta sería tratando de imprimirle a este espacio más belleza de la que de por sí tiene. Necesitamos construir un mundo en el que, incluso, por el puro hecho de haber nacido uno quede garantizada la vida digna que todos merecemos.

—Si las mujeres son capaces de obtener orgasmos múltiples, los tuyos son cósmicos, Higinio Ripa —interrumpía Martín Hidalgo, burlándose de lo que él juzgaba como un acto de ingenuidad, no reconociendo que lo único que estaba tratando de hacer yo era aplicar el sentido común.

—La vida es una carga muy pesada, Martín —alegaba—. Creo que es más que suficiente con llevar a cuestas el pesado fardo de la existencia personal como para que se reconociese que hemos cumplimos cabalmente con el destino que nos ha tocado vivir.



De inmediato, me volvía a interrumpir con otro de sus refranes, sacados de onda:

—¡Comer, coger y pistear; por eso Sinaloa es a todo dar!



Le respondía, ignorándolo:

—Para empezar, no estaría nada mal hacer a un lado lo que dictan las religiones. No se la acaba uno con eso de los dogmas. La religión, al igual que la miseria, en vez de redimirnos nos emputece cada día más. Ya ves tú, Martín… ¿Cómo pensar contigo que el sufrimiento sea el corcel más veloz para conducirnos hasta Dios?

—Tú deberías de hacerte cura, Ripa. ¡Neta! Más siendo como eres, medio maricón. Ahí te darías vuelo, acariciándoles la pescuezona a los monaguillos.

—Te digo, puto, que contigo no se puede. Pero ¿cómo voy a hacerme cura, si las religiones antes que nada se empecinan en negar lo que más ama uno: la vida? Ya ves nosotros, los católicos, ni siquiera somos libres de pensar, pues Dios, según la Iglesia, después de haber creado el mundo y darnos dizque el libre albedrío, se convirtió en un cabrón que pareciese no tener mayor quehacer que andar espiándonos, incluso hasta en nuestros pensamientos. ¡Qué gustos tan panzones! ¿No crees?

—Hazte budista, cabrón —Martín decía.

—Tampoco, ¿cómo es posible que siendo para ellos la vida una mera ilusión, inspirada en la fuerza de nuestro ego, vivamos regulados por las leyes del karma, y a güevo se tengan que pagar los errores con tanto sufrimiento dentro de un pinche mundo supuestamente virtual, inexistente? ¡Qué puta contradicción…! Y es que, ¿sabes qué, Martín?, la cuestión no radica en ser católico o budista, o cualesquier otra madre, sino vivir el presente, eligiendo de veras esta Tierra como un bien tangible que contiene tanto la vida como la muerte, complementándolas, haciéndolas parte de una misma cosa. Lo que sí ya no podemos es ser tan egoístas e irresponsables. Si cuidamos de este planeta, lo demás tendrá que venir por añadidura.

—No sé de dónde sacas tantas mamadas, Ripa… —mi amigo Martín terminaba diciendo cada vez que le hablaba de este tipo de cosas que en el transcurso de mi existencia han ido madurando poco a poco en mi cabeza.

—No, es que…Mira, Martín—exclamaba entusiasmado—, deberíamos estar más concentrados en encontrar ese plano existencial donde dioses y demonios se dan la mano, conciliando sus abismales diferencias en este mundo terrenal, que viene siendo algo así como el punto de resonancia de sus ancestrales disputas.

—¡Ya deja de quemarle las greñas a Carlota! —Martín solía decirme en los días en que empezamos a quemar mota en compañía de Jazmín. En eso, me arrebataba la bacha, dándose un toquezote hasta quemarse los dedos:

—¡Ay, güey! Me quemé.

—¡Ande, joto, pa’que se le quite!

—Mejor córtala, ¿eh? —decía y, de juego, reaccionaba como los niños cuando se enojan entre sí, arqueando el dedo índice con el medio de su mano, al tiempo que la extendía hacia mí.



Cuando me acercaba en son de ruptura a destrabar sus dedos, él de inmediato la retiraba, refutando con sus pendejadas de siempre:

—¡Retírate, bellaco! ¡No te acerques! ¿Qué no ves que la mota es muy caliente?

—¡Váyase a la verga, pinche lépero! —le decía, estando Martín, Jazmín y yo, encaramados en el cerro de Tecojobichi, carcajeándonos de nuestras puntadas.



De inmediato, volvía yo a la carga:

—Ya hablando en serio, miren… Fíjense, cuánta pendejez: ¿cómo está eso de que somos los únicos en el universo? ¡Por favor! Lo que necesitamos es algo así como a un Copérnico del espíritu que nos demuestre que eso no es cierto para que recapacitemos y nos reintegremos a un Orden Cósmico poblado de inteligencias mucho más evolucionadas que las nuestras, de las que hemos estado totalmente desvinculados.



En eso, nos sumíamos en un silencio tan breve como hondo, que por su profundidad daba la impresión de que hubiesen transcurrido años; y luego yo, como un loquito, de esos que hablan solos, retomaba el hilo conductor de la conversación:

—Creo que esto se puede lograr mediante una especie de disciplina todavía no conocida, una que quizás apenas entrevé en sueños el inconsciente colectivo…

—¡Ándale, chíngate esa! —Martín interrumpía, irónico.

—¡Sí…! Hablo de una especie de ciencia-religión que más que estar provista de una doctrina y de un clero institucionalmente reconocido tenga como meta principal redimir a la estirpe humana. Pero sin endilgarle de antemano culpas a la gente.



Finalmente, Martín estallaba en risa, volviendo a interrumpir:

—¿Una especie de ciencia-religión? ¿De cuándo acá perros y coyotes se huelen el fondillo? ¡No chingues! Mejor, agárrame el pito y me cae que no le digo a nadie— luego jalaba mi mano, instándome, de broma, a que le agarrase el Sí, señor.

—¡Espérate, cabrón! Déjame hablar —decía—. Me refiero a una religión que no condene la sexualidad humana y que rompa con la dicotomía existente entre carne y espíritu; de una que se aboque a propiciar la preservación y el desarrollo pleno de las facultades humanas, partiendo de la idea de que, en un mundo relativo, los bienes de la tierra y el trabajo debiesen estar al servicio de todo ser viviente; necesitamos de una creencia que unifique el arte con la fe y la ciencia como parte fundamental de la innata aspiración humana hacia lo divinal. De hecho, estamos en los albores de una gran revolución psicológica, Martín.

—Como sea, la pones muy difícil, Ginio Ripa. ¿A poco no es cierto, Jazmín? —Martín inquiría a Jazmín.



A esto, la chica nos observaba con una sonrisita marihuanilla y decía:

—Dios es energía inteligente que ni se crea, ni se destruye… A lo mejor, somos parte de una gran individualidad colectiva a la que llamamos Dios.



No obstante, Martín seguía chingando:

—Lo que tú quieres, Ripa, es traerte el Cielo para acá y mandar mucho a la chingada al Infierno de aquí. ¡Eso en ninguna parte es negocio! Además, ¿quién es Dios? A lo mejor, un artista loco con una fuerza creativa endemoniada, extasiado en un sueño creador interminable, a toda luz inhumano, donde hasta él mismo desconoce quién es en realidad y con mayor razón ignora a la humanidad, que solo forma parte de su alucine. De ahí el porqué de tanta ignorancia, incertidumbre, dolor y miedo entre nosotros. Así, Dios no puede existir, y así tampoco uno puede ser propiamente humano. ¿Qué no puedes entender que solo somos una runfla de cabrones, vale verga?

—Lo que viene, Martín —refutaba yo—, tendrá mucho que ver con una creencia lo suficientemente libérrima como para valerse, por ejemplo, del erotismo como vehículo místico de desintegración del yo egocentrista.

—Pero ¿qué chingados tiene que ver aquí el erotismo como parte de una religión que aspira llegar al mundo celestial? —Martín alegaba.

—Es que, al contrario de los rigores del dogma, la unión sexual, si no la más fácil, sí es la manera más directa y placentera para fusionarse con el mundo divino; aparte de que, sin dejar de ser nosotros mismos, nos conecta con esa inmortalidad pérdida que, a fuerza de haberla tenido siempre, vivimos despreciándola… Y antes de que me digas que son puras pendejadas lo que estoy diciendo, déjame finalizar, Martín. Esto solo se podrá lograr, digamos, mediante mujeres insustituibles, como tú, y hombres incorregibles, como yo. ¿Cómo la ves, puto?



Según yo, así terminaba por devolverle todas sus bromas, sacadas de onda.

—¡Esa sí que estuvo buena! —Martín carcajeaba, revirando—: Ya parece que te veo con tu boa de plumas de avestruz, haciéndote, en vez del incorregible, la imprescindible de siempre… ¡Pásame el toque, pinche Ripa! Ora sí que te pusiste muy loco.



Exaltado, reponía yo, al momento que le pasaba la bacha:

—¡Me vale madre! Lo que sí te digo es que algún día encontrarás un ser que imprimirá un viraje de ciento ochenta grados en tu vida, güey. ¡Y ahí sí te quiero ver, jotito!

—¡Ay, turruntuntún, qué miedo! —Martín se burlaba.

Enseguida, paraba la trompa y, para seguir jodiendo, reponía:

—¡Mejor bésame, pitonisa!

—¡Chale!, qué te voy andar besando ni qué nada —respondía—. Si tú eres como las méndigas cucarachas: solo a punta de zapatazos se las echa uno.



Martín se volvía a botar de risa, para despuesito replicar en tono de sorna:

—No solo cósmicos son tus orgasmos, sino también múltiples, Ripa. Tú ya mereces orinar sentado.



Ese tonito a la larga resultó premonitorio, pero en su contra, pues a raíz de su matrimonio con Adelaida Inzunza, y so pretexto de que Martín se meaba fuera del hoyo, lo que producía en su mujer un evidente disgusto, Hidalgo terminó por orinar sobre el escusado igualito que su vieja: sentado. Y ni siquiera, porque Adelaida, a causa de una asepsia de incomprensible orden, hasta en el baño de la casa hacía chis en postura de aguilita. Además, el muy muy de Martín, después de hacer del dos, tuvo incluso que aprender a lavarse con detergente y estropajo el cubanito para pasar siempre de panzazo el examen riguroso al que eran sujetos sus calzones hechos bola en el canasto de la ropa sucia. En una persona como Martín, ¡qué esperanzas de tolerar a otra gente el más mínimo desplante! Estas atribuciones eran exclusivas de una Adelaida a la que empezó no queriendo, pero terminó adorando.

Ya de casado, el muy maricón venía hasta Querétaro para quejarse conmigo de cosas como las antes referidas:

—¡Hombre! La solución es muy fácil: métete un tapón de corcho en el culo —le decía.

—¡No mames, pinche Ripa!



El alegato existencial entre Martín Hidalgo y yo inició desde que nos conocimos y prosiguió luego de que ambos llegamos al seminario, no precisamente gracias a nuestra beatitud sacerdotal, sino para no ir a la cárcel después del homicidio de César Boniface, un electricista de la fábrica de cemento de un pueblo sinaloense llamado Estación Mármol, lugar donde nací y al que Hidalgo arribó de Culiacán ya para cumplir los dieciocho años de edad, al lado de su hermano Ramón, un año menor que él, y de su hermana Rita, como de quince. Eran los hijos del nuevo gerente de personal de la fábrica Cementos Vic.



Clarito lo recuerdo. Fue un sábado al atardecer cuando los Hidalgo hicieron su aparición en el pueblo. Estábamos jugando béisbol y allá, a lo lejos, vi la polvareda que levantaba una camioneta sobre el camino de terracería que venía de la carretera Panamericana e iba a desembocar a una de las entradas de la fábrica, la que servía de acceso a los camiones de carga que traían cal en piedra del destacamento de Caleras o, si no, a los que iban a la zona de embarques a proveerse de cemento.

Como todo vehículo que se dirigía al pueblo, antes de llegar a ese portón el conductor giró a la derecha y se internaron en la calle empedrada, tupida de cenicientos pinos salados. En la cabina de la Dodge iban, apeñuscados, un señor manejando con aire autosuficiente, una mujer con una chavalita de tupé sentada en sus piernas y dos jovencitos con cara de perdonavidas, muy similar a la del padre: eran Martín y Ramón Hidalgo.



A la altura de la primera base, que yo me empeñaba en defender como un Héctor Espino, hicieron alto y desde la camioneta la señora me preguntó:

― ¡Ey! ¿Sabes cómo dar con la casa asignada al gerente de personal?

—Sí, está en la zona de funcionarios. Yo los llevo— dije, y me invitaron a encaramarme en la caja de la camioneta; de paso, yo arrojaba desde lo alto la manilla hacia el campo de juego.

De ahí, al pasar por el Cine Tropical, la raza gritoneó, llamándome por mi apodo:

—¡Ginio Comal! ¡Lambiscón! ¡Barbero!



En tanto, el putón del Beto anunciaba la película de la noche por el aparato de sonido y, en esta y en estotra babosada que decía, también se burlaba de mí, prosiguiendo con sus infidencias por el micrófono, dedicando canciones a equis vato para sacarlo a balcón con su chica. Esto era cuando traía la daga bien clavada, andando tras los huesos de algún morro:

—¡Ay, chiquito! —gemía la plebe, que conocía bien cuando el Beto traía el puñal ensartado entre pecho y espalda.



Si en eso el aludido andaba entre la bola, de inmediato venía el choteo:

—¡A’í te habla el Beto, Alain! —decía la raza al Cota, que apodaban así, como al galán del cine francés, por ser el más horripilante de los narcisistas.



En respuesta, el prosaico mozalbete se alzaba el pantalón desde las presillas, mostrando su ¡Sí, señor! como chorizo envuelto bajo la bragueta:

—¡’iravato! ¡A ti también te va a gustar, loco! —decía tartamudeando.



En mi pueblo, la homosexualidad activa se mira como una hazaña más del machismo rompeculos, y como la fresca mañana, cualquier tipo, dizque a la sorda, porque al rato todo mundo lo sabe, se tira a un gay sin reparar que él mismo está cometiendo un acto homosexual. Algo parecido sucede entre los veracruzanos. En lo que al rol pasivo cabe, entre los sinaloenses, no es mal visto y tiene mucho mejor aceptación si los gays, abiertamente, lo asumen con toda naturalidad. Por lo demás, los bugas sinaloenses, cuando están entre los muy amigos, bromeando, suelen llamarse entre ellos con nombres de mujer. Visto esto de manera negativa, es posible que se traten así como muestra del machismo siempre afanado en demostrar una falsa superioridad descalificando a los demás; o lo que sería peor aún, tal vez actúan de ese modo tratando de disimular el miedo que les produce su inconfesada homosexualidad, pretendiendo demostrar con ese tipo de comportamiento que aún imitando a los gays no dejan de ser bien machos. Aunque tampoco hay que omitir el lado jocoso de la cuestión, pues el divertido juego de la jotería se identifica con la alegría típica del pueblo sinaloense, independientemente del despabilamiento de ese otro yo femenino subyacente en el interior de todos los hombres.

—Serás tú quien lleva la vieja adentro, no yo, maricón —le dijo el Beto al Cota la vez que terminaron relaciones.



Esta actitud lúdica ante la vida, como las de los gays, en otras culturas regionales es mal vista y es tachada como signo inequívoco de homosexualidad. Sin embargo, dentro de la cultura sinaloense, este fenómeno tan peculiar ―o tan pa’culiar― por lo general es aceptado sin mayor trámite. Además, la mayor parte de la raza que conocí en aquellos tiempos y que bromeaba entre sí de ese modo eran y siguen siendo más cabrones que bonitos; exceptuando el Alain Cota, que de tanto abrevar la sed en los labios del Beto terminó por cachar granizo hasta en los días más soleados del húmedo y caluroso verano tropicalón.



Al paso de la Dodge entre los bulliciosos obreros que estaban afuera del cine con su titiritaina desde temprano, festejando un día ritual, la noche de cine, la mayoría hacía bromas en torno a los recién llegados. Algunos cuantos, medio desgreñados, con sombrero de palma en mano, cruzaban un brazo sobre el vientre y, recargando el codo sobre la muñeca, dejaban descansar la mejilla sobre la otra mano, quedando absortos, con la boca abierta, mirando el paso del vehículo: la estulticia en su expresión más subyugante.



No hay nada tan estremecedor como la observación de los bobos hipnotizados con el objeto de su sorpresa. Aparte de sentir vergüenza ajena, también uno termina contemplando sin atavíos intelectuales el virginal encantamiento de los simples de espíritu ante el centro de su estupefacción. Es cuando uno dice: «Cómo me hubiera gustado ser pintor o fotógrafo, y captar con toda intensidad la pureza de las almas desprovistas de atavismo, es decir, del principio inmediato que nos señala que entre la bestia más burda y la estirpe humana solo resta un accesible pasadizo».



En lo que iba en marcha la camioneta, le dije al amigo:

—Vaya por toda su izquierda y yo le digo dónde dar vuelta.



Y así pasamos por un costado de la explanada frente a la iglesia, y luego por el casino para empleados de confianza. A través del cristal trasero de la camioneta se me ocurrió mirar hacia dentro y me llamó poderosamente la atención el pelo macho y ondulado de la mujer del nuevo funcionario; hasta sentí en la punta de la nariz su olor a limpio. Su cabellera era de color levemente rojizo, acanelada. Tenía una tez dorada por el sol y traía el dorso cubierto por una blusa escotada de algodón, color azafrán, que por enfrente dejaba entrever hasta el peto del sostén, donde aparecían unos pechos albos y túrgidos que, contrastantes con el resto de la pigmentación de su cuerpo, asemejaban dos nacarados mangos bola, escondidos ahí, como un tesoro inasequible. El brazo izquierdo de Martín cruzaba la espalda de su madre. Intuitivo, percibió mi mirada y, descubriendo mis ojos deslumbrados, sonrió malicioso para enseguida mostrarme con su mano la zarpa del gato e ignorarme con despectivo desenfado.



Llegando a la esquina de la casa del ingeniero Lico Vidales, le indiqué al jefe de aquella familia que diéramos vuelta a la izquierda y fuimos a topar con la entrada del personal de la factoría. Justo al costado estaba la nueva casa de los Hidalgo, a cuyas espaldas se encontraba la clínica médica. Enfrente aparecía la estación de ferrocarril.



Respecto de aquel caserón que antes había sido hospital, pienso que los gringos, dueños de la empresa, dividieron aquella residencia e instalaron al gerente de personal en ese sitio con fines intimidatorios, como queriendo dar a entender a la planta de trabajadores que no olvidasen que tenían las veinticuatro horas a un Peeping Tom encargado no solo de inspeccionar la entrada y salida de obreros en los tres turnos seguidos de trabajo, sino hasta para vigilar a los que iban al puerto de Mazatlán en el tren de las 3 de la tarde, proveniente de Culiacán, y a los que llegaban de compras procedentes del puerto, en la corrida de las 11 de la noche, que iba al Norte. Como sea, en mejor punto estratégico no podía estar ubicada residencia alguna en aquel pueblo.



A raíz de que la casa de los Hidalgo inicialmente había sido parte de un sanatorio, la gente del pueblo aseguraba que allí había espantos, cuantimás la Pacha, la enfermera de la clínica, y los médicos en turno que pasaron por sus armas. Y hablo de médicos pasados por las armas, no porque la Pacha adicionalmente comandara un pelotón de fusilamiento dedicado a fusilar o aplicarles la ley fuga a los médicos que, llegados para hacerse cargo de la clínica, pronto se marchaban del pueblo.



En cuanto a eso de los fusilados por la Pacha, había en Mármol quienes afirmaban sin un dejo de razón que en realidad fue la enfermera la que más de una vez terminó frente al paredón, ya que de los varios médicos que estuvieron a cargo de la clínica, dos de ellos no emprendieron las de Villadiego sin antes darle el tiro de gracia, haciéndole dos chamacos en poco menos de cinco años. Era un primor el sentido de independencia de la docta practicante. En cuanto a la actitud de la raza para con la Pacha, algunas gentes reprochaban el que no pasara corriente con los del pueblo. Si era cosa de follar, puro médico y de fuera; si no, nada. Por eso, algunos resentidos le apodaban también la Facultad, aludiendo, sarcásticamente, a la de Medicina.



Esa superchería pueblerina de los aparecidos había servido al señor Armas, gerente de personal que antecedió a Gildardo Hidalgo, como tablita de salvación para justificar ante el pueblo su renuncia fulminante y, escudándose en tan dudoso fenómeno metafísico, se largó con las bolsas repletas de dinero, quedando a buen resguardo el honor y su ineptitud, por no decir contubernio, en el manejo de algunos asuntillos turbios, como la inexplicable desaparición de incontables toneladas de cemento en el transcurso de los últimos años.



Ni hablar de las poco edificantes relaciones laborales de la empresa con un sindicato de seudoizquierda, contestatario, que en cada firma de contrato colectivo exigía el oro del moro en cuanto a aumentos salariales, cuando a los trabajadores se les proveía de un sueldo regular, acompañado de casa, luz, agua, infraestructura educativa para sus hijos, una sui géneris pero efectiva seguridad pública, servicios extras de salud e instalaciones deportivas, todo a manera de estímulos a su trabajo dentro de la compañía.



—¡No tienen madre estos fámulos! —farfullaba despectivo don Tomasín Navarrete, retorciendo su bigote rococó, durante los emplazamientos a huelga.

Si bien el desplante elitista de este hombre era inaceptable, lo cierto era que la empresa gringa brindaba todos esos beneficios a sus trabajadores para exentarse del pago de mayores impuestos, aunque con esto incentivaba un aspecto primordial de lo que se da en llamar distribución de la riqueza, al mejorar la calidad de vida de los trabajadores a través de la educación, la capacitación, la salud, la vivienda y la dispensa del cobro de los servicios básicos.



No siempre la creación de un cúmulo de empleos conlleva la distribución equitativa de la holgura que pugna por fortalecer el bienestar social cuando existe en un país como el nuestro una abrumadora mayoría ganando tan bajos salarios y muchas veces sin las nimias prestaciones que otorga la ley.



En los setenta, un consorcio cementero nacional le compró a la San Luis Mining Company la fábrica ubicada en Mármol, con el único fin de cerrarla en unos cuantos añitos y acabar con la reñida competencia que Cementos Vic representaba para ellos en esa franja del noroeste del país, dándole en la puntilla a una importante fuente de trabajo para esa región.



Esta medida, en realidad, fue alentada por altos ejecutivos de la San Luis, que en mi época de chamaco fueron los causantes de una serie de atrocidades que solo vale la pena recordar porque delimitaron el posterior deterioro económico y moral de la población, lo que volvió a Mármol en el esperpéntico pueblo que es hoy. El cierre de Cementos Vic significó para ciertos ejecutivos una ganancia doble, porque les permitió robar dinero a manos llenas y, además, sepultar un pasado que por ningún motivo deseaban revivir.



En la actualidad, unos obreros viejos y achacosos, desempleados y sin pensión, aún añoran los días en que estuvieron al servicio de los patrones gringos. Y es que toda esa gente del sector empresarial mexicano relacionada con las industrias minera y cementera vino a resultar más cacique y miserable que los propios norteamericanos. Un sentimiento similar invade el corazón de los antiguos mineros cupríferos de Cananea, Sonora, cuyas revueltas de trabajadores en 1906 dieron pábulo a la Revolución.



Desde luego que en Mármol no todo había sido bocado sin hueso con los estadounidenses, y uno de sus imperdonables defectos era y sigue siendo su marcada actitud discriminatoria. Incluso, planificaron y construyeron ese pueblo, obedeciendo a un deliberado propósito de dejar constancia de esta aberración.



Como usualmente los vientos corrían de noroeste a sudeste, la compañía edificó las amplias y confortables residencias de los funcionarios en la zona oeste de esa comunidad, quedando en medio de estas y el lugar donde habitaba la población, la factoría, de tal modo que los polvos contaminantes que despedían los silos de la fábrica iban a parar principalmente sobre las casitas donde vivían los trabajadores, hacinados al sudeste. En resumidas cuentas, Mármol era un pueblo mitad verde, mitad blanco.



A pesar de que mi padre fue jefe de turno durante treinta y cinco años, cargo que lo hacía empleado de confianza y no simple obrero, no conocí el casino hasta que me hice amigo de los Hidalgo. Fue un día de tantos en que el par de hermanitos por sus pistolas tomaron sobre sí hacerme entrar allí, ya que a ese sitio solo podían aterrizar los meros jefes, su prole y, lógicamente, sus selectos paniaguados, además de los ingenieros residentes hospedados, que eran atendidos con escrupuloso esmero por la Cachi, esposa del químico Miguelito Tres Passos, y por doña Flora, mujer del ingeniero Lico Vidales. Hasta la fecha, recuerdo con cierto sentimiento de inferioridad el letrero humillante que colgaba de la puerta de aquel recinto casi sagrado para mí: «Queda estrictamente prohibida la entrada de  obreros y sus  familiares». ¡Pácatelas! Así, ni quien se animara. Este tipo de discriminación era una de las causas del recelo y la desconfianza que permeaban la relación obrero-patronal de aquella fábrica.



Mármol era un comisariato dependiente de la sindicatura del Quelite, cuya cabecera municipal se asienta en Mazatlán. En los hechos, la San Luis Mining Company se daba el lujo de hacer a un lado el servicio de la policía municipal, teniendo en el pueblo su propia vigilancia y hasta su cárcel particular. Esto por si alguien se atrevía a decirle una fresca al lucero del alba, como presumían los gerentes de personal en turno, haciendo el anticonstitucional papel de autoridad municipal dentro de aquella localidad.



Don Heracleo y los hermanitos Obregón, alias los Goyos, eran los alguaciles. El primero hacía las veces de comandante y los otros dos, la de sus achichincles, estando los tres bajo las órdenes directas del gerente de personal en funciones.



De modo que ya sabrá con los señores, caminando todo el día y la santa noche por el pueblo, con un aire de «mírame y no me tientes», de mucho sombrero de lado ―con su cuarenta y cinco reglamentaria fajada al cinturón― yendo con fuete en mano y botas puntera de acero, no en balde conocidas como sacacacas. Eran duranguenses los muy cabrones, más mal encachados que Sileno y Picio, de noche. Para acabarla de amolar, tenían fama de buenos tiradores. Daba miedo toparse con ellos por la banqueta. Como no queriendo, la gente mejor se pasaba hacia la acera de enfrente, silbe y silbe, mirando al cielo, como si fueran pajareando.



Los tatamandones del pueblo eran Augusto Fuentevilla, que para hacerse de la vista gorda solo lo podía hacer con un ojo, puesto que era tuerto, que como superintendente estaba a cargo de la operación de la factoría; el otro era Gildardo Hidalgo, el nuevo gerente de personal, un buen pianista de jazz y admirador del pensamiento de Godwin, Kropotkin y Proudhon, que por lo visto muy pronto demostró que del anarquismo a la autocracia, como de la razón a la locura, solo existe una cuarta de distancia. Así que no conformándose con velar las buenas relaciones internas entre la empresa y los trabajadores, con este se acentuó aún más la injerencia que tuvieron sus antecesores sobre la vida del pueblo. Así que Gildardo Hidalgo, de querer hacer sentir su mano dura, lo hacía a través del impactante puño de ese trío de calamidades de don Heracleo y los Goyos. Otro de los cacasgrandes era don Tomasín Navarrete, padre de Genaro del mismo apellido, que, siendo el gerente general de Cementos Vic, era el jefe de todos los aludidos y tenía sus oficinas en Mazatlán, donde se daba una vida de señorón.



A ciencia cierta, nunca supe qué cargo desempeñaba el hacía ya muchos años viudo y exhacendado de don Tomasín dentro de la empresa, pero de que era influyente el tipo, ni dudarlo un segundo. Su actividad más notoria radicaba en coscorronear chamacos que pillaba robando mangos del árbol de afuera, de la calle, y con más razón cuando los sorprendía dentro del jardín de su casa, hurtando los de su huerto. Otro de sus pasatiempos era ir impecablemente vestido a misa los domingos y tirarse a la boletera del cine, a la Petra, la que, sintonizando con las fantasías castrenses del ruco, hacía las veces de comodoro de almohada y eventualmente hasta de capitán de corneta del viejillo enamorado.



En cuanto al Fausto, el hijo rengo de la Petra, era repartidor de tortillas hechas a mano, pero también fámulo del general Navarrete, al que el vejete traía cocido a punta de coscorrones, aduciendo que solo así se podía ganar el grado de oficial, episodio que pasó a ser otra historia el día en que Ramón Hidalgo, hermano de Martín, le regaló al cojito un casco de fierro que a simple vista parecía de plástico, en el que el falso milico acabó por romperse los nudillos.

—¡Pinche pata de remo! ¡No huyas, cobarde! ¿Por qué corres?— gemía el viejo, tratando de darle alcance a un Fausto que, habiendo dejado las tortillas regadas por el suelo, huyó despavorido, moviendo la cadera, con un pasito tan descompasado como medio culiador.



Cuando don Tomasín andaba de buenas, de broma agarraba un cuchillo cebollero y le decía al renguito:

—Oye, Fausto, ¿por qué mejor no te matas? Ya pa’que ya no andes dando lástima con esa pata. Mira, agarra este cuchillo y hazte el harakiri.



Como muestra, don Tomasín empuñaba la hoja de metal con las dos manos, elevando sus brazos, y, muy teatral, hacía la faramalla de ensartárselo repetidas veces en el vientre, mientras sugería al renguito que, en el acto de morir, gritara con toda su alma: «¡Muere, perro maldito! ¡Muere! ¡Muere! ¡Muere!».



A esta listita de gente de la calaña de don Tomasín había que agregar a un cacique llamado don Leano. En calidad de suegro del gerente general de la fábrica, o sea, de Genaro Navarrete, su deporte favorito consistía en robarle a la empresa terrenos colindantes a los suyos, moviendo sus cercas durante la noche. Ante este hecho, Hidalgo al principio solo se disponía a remover de manera expedita las cercas a su sitio correspondiente, sin anteponer pleito legal alguno al terrateniente. Ya vendrían tiempos mejores. Esto bastó para que don Leano le agarrase a Gildardo Hidalgo una tirria que en poco tiempo se convertiría en soterrada pugna con el gerente de personal, la cual, llegado el día de rendir cuentas, estuvo a punto de degenerar en algo más que una reyerta entre gitanos.



A Genaro Navarrete, como gerente general, con semejantes secuaces vigilando la fábrica y, de paso, azorrillando al pueblo, ni falta le hacía se ir a  Mármol con el fin de supervisar la operación de la factoría. Su mundo era el de los jaiboles en el Balboa Club de Mazatlán, el de las reuniones popoff en el casino del puerto y el de hacerse guaje hasta donde se pudiera con las tropelías del suegro.



Dentro de esta caterva de bribones tampoco podía omitirse a la Mila, la mujer de un trabajador de la planta, dueña de un tendejón, que se había hecho millonaria fiando a los obreros comestibles a precio de oro, al tiempo que les vendía ropa a crédito para después hacerles el caldo espeso con las cuentas del gran capitán.



Entre estos vivales se contaba también con Rubencito Hernández, alias el Pipope ―pinche poblano pendejo―, un seudo ayudante de almacén que se sentía toda una pieza poblana perfecta, eterno secretario general del sindicato y asiduo pretendiente de la Chenta Lizárraga, un gay declarado igual que el Beto, que la jugaba como jefe de almacén dentro de la factoría. Y cómo excluir al multifacético Queto Buenrostro, laboratorista de la fábrica, farmacéutico, administrador de correos del pueblo, que, además de líder sindical, era esposo de la Doris y amasio de la Chenta Lizárraga. Por último, no podía faltar mi padre, Gonzalo Ripa, que hacía treintaitantos años había llegado huyendo de su tierra, Nueva Italia, Michoacán, porque había matado en una riña a uno de los ricachones de Uruapan. Hasta la fecha, no sé cómo mi papá se hizo de las sesenta hectáreas que colindaban con el pueblo de Estación Mármol, como tampoco jamás supe si teníamos o no familiares por allá, en aquel pueblo michoacano.



Se dice de mi jefe que hizo lana prestando dinero a rédito; otros afirman que gracias a las prebendas que le produjeron las delaciones hechas ante los jefes contra sus compañeros. Yo pensaba todo lo contrario, o al menos desde que tuve uso de razón no se me ha quitado la idea de la cabeza que, más bien, se enriqueció, no en mala medida, explotándonos a nosotros: a su mujer y a sus dos hijos solteros. Mis tres hermanas mayores, ya casadas y quienes nos llevaban muchos años de diferencia a mi hermano José Luis y a mí, se hicieron maestras y, al poco tiempo, harina de otro costal.



El linde que demarcaba el pueblo y las tierras de papá era el Río de la Guerra del Pacífico, por las flotillas de acorazados y submarinos que pululaban por el desagüe del drenaje, cuya arteria principal pasaba como un arroyo por debajo del puente ferroviario, frente a la casa, para luego irse como culebra hacia las marismas antes de llegar al mar.



Independientemente de la chamba y de la cría de un poco de ganado bovino y caballar, mi padre principalmente se dedicó a la siembra de maíz, con el propósito de surtir nixtamal a medio pueblo, y a vender leche y a no hacer malos quesos con nosotros. Fue un hombre tan estricto y avaro como trabajador, pero más lo eran sus tres peones: mi hermano Chelú —José Luis—, mi mamá y yo. Nos levantábamos a las 4 de la mañana a ordeñar, a darles un poco de pastura a las vacas en el abrevadero o, de plano, a sacarlas del potrero para que se fueran a pastar al monte, e ir muy de mañana por el vecindario a entregar la leche de puerta en puerta. En la tarde, después de llegar de la escuela, habitualmente ensillaba yo la yegua e iba en busca de los animales al monte para después arrearlos al potrero, escuchando la misma cantaleta de siempre de labios de mi padre:

—¡Ginio, este muchacho jijo de una caramba que no quiere hacer nada! ¡Ándele, gañán, vaya a buscar los animales!

Y ¡riácales!, unos cintarazos bien dados.

—¡Puta madre!, no sé por qué nací entre esta gente— me cuestionaba en lo más hondo de mi alma. Luego, recapacitaba y me iba triste, resentido.



La cosa de la siembra era cuenta aparte. Entre el Chelú y mi mamá —cuando mi padre no estaba en la fábrica, trabajando, que era casi siempre, exceptuando los lunes— se encargaban de barbechar, fertilizar, sembrar y cosechar. Así es que mi hermano muy pronto dejó de estudiar y ni siquiera terminó la primaria. Aunque nunca le gustó la escuela. Mi hermano fue y sigue siendo un estereotipo viviente de la gente que aparecía en las películas mexicanas de antes: un pueblerino borracho, cantador y enamorado de cuanta mujer se le pusiese por enfrente, a la que usaba como simple pantalla para ocultar el tórrido romance sostenido con sus cuacos. Por eso las mujeres le duraban tan poco. Siempre salían de pleito con él, abandonándolo.



Mi carnal siempre andaba armado. Don Heracleo y los Goyos lo veían como candidato para ir muy pronto al panteón, dado que varias veces se les había puesto al brinco, terminando en la cárcel de la fábrica. Y es que, montado en su mula albina, mi hermano llegaba borracho a las fiestas dominicales que el Beto y su comité de chicas-anzuelo organizaban en la cancha de básquet, y, metiendo a la bestia en medio del jolgorio, empezaba a tirar de balazos al cielo, exhalando su clamor de batalla machista:

—¡Los hombres deben de ser altos, feos y que les apesten las patas!

—Ándele, pues. Va pa’dentro, cabrón —decían los guardias del orden.

Las buenas relaciones que mi padre mantuvo con los distintos gerentes de personal, con don Heracleo y los Goyos, a los que habitualmente daba dinero, además de darles por su lado, era el motivo principal de que los polizontes no lo hubieran matado a tiros en una de esas.



El Chelú era un chavalo que no se bajaba de la mula ni para orinar, cuyo único fin en la vida era trabajar en el campo como burro, emborracharse los fines de semana y cantar huapangos a las muchachas que anduviese haciendo la ronda, dizque para robárselas. ¡Apa!, cabeza dura; sin duda que con él había que chingarse un rato.



«Ya torció la puerca el rabo», solía decir mamá cuando mi hermano le avisaba que se iba a vivir a la casita que teníamos a un lado de la guácima, en medio del sembradío. Ese era el santo y seña de que, según él, se había robado una chamaca. Como regla, no se paraba unos cuantos meses por la casa; terminada su luna de miel, despachaba a las mujeres o, por lo regular, estas lo abandonaban, marchando hacia su lugar de origen. Luego, el tarugo regresaba al seno del hogar, compungido con las pérfidas. El «¡no sé cómo no te compones, vaquetón!» de la jefa, acompañado de una gaznatada, eran parte del protocolo de recepción. El Chelú, sintiéndose muy acá, muy moderno, nada más se reía y decía:

—¡Ah, que mi’amá tan anticuada!



Años después, mi hermano, en sociedad con mi padre, se dedicó a la compra y venta de caballos, e iba a Sonora y a León por ellos, hasta que un buen día se metió en la cosa del narcotráfico y cayó al bote en Mexicali, un pueblo fronterizo al noroeste del país, situado en medio de un valle, como a tres metros bajo el nivel del mar y en pleno desierto. A hoyo más profundo no pudo haber caído el pobre de mi hermano. Ahí, en ese pueblo, pasó varios añitos en la cárcel para después reintegrarse de lleno a la vida del campo, lugar de donde nunca debió de haber salido.



Se dice que no hay villorrio sano sin un maricón, una puta y un tonto. En cuanto a eso, déjeme decirle que en mi pueblo se cinchó a la mula y hasta el vaticinio del más optimista topó con pared,  de tal modo que del Mármol de mis días mozos no le batallaría para comprobar que con sobrada distancia rebasábamos la excepción de la regla.



Sin mencionar al montón de faunos viviendo en Mármol, a manera de simple entremés, contábamos con una hornada de rutilantes gays tan aputangados como el Beto y sus chicas-anzuelo, sin faltar la Chenta Lizárraga, jefe del almacén y amante del Queto Buenrostro, famoso por tener el ¡Sí, señor! más grande del poblado. Al menos eso era lo que aseguraba su esposa, la Doris de Buenrostro, cuando llegaba a recoger su nixtamal con una pañoleta amarrada a la frente, quejándose amargamente de la jaqueca que le había producido, según ella, el palo de anoche con su peleado marido. Pero también daba la casualidad de que cuando sucedía lo mismo entre la Chenta Lizárraga y el Queto Buenrostro, era este el llegaba a chambear a la fábrica con un paliacate bien ceñido a la sesera, canturreando: «¡Catacataplumcataplum, polichinela!». Por eso, cuando veo a esos chavales con su paño bien amarrado a la cabeza, como chinacos, no hago otra cosa más que soltar la carcajada, confirmando no sin un halo de estupor que el Queto, hasta la fecha, no solo rifa, sino que sus mañitas han hecho estragos en esta sociedad mexicana de inicios  de siglo.

—¡No creas que no! ¡El pito engolosina!—reconocerían la Chenta y el Queto, desde su casa situada en España, donde viven en la actualidad como la fresca mañana.



Como remate final, es obligado mencionar al Pelón Inzunza, el sastre del pueblo, un gigantón que, con justificadísima razón, argumentaba que, de ser gay, solo lo era de la cintura para abajo, y quien lo dudara entonces había que preguntárselo a machos calados como don Heracleo y los Goyos, sacándole la vuelta ―meneaditos―, justo como el pueblo lo hacía frente a ellos, con la diferencia de que, en vez de fingir ir pajareando, los gendarmes, al ver al Pelón, cruzaban la calle, diciendo el rosario con todi y letanías.



No era para más. Y es que, en una ocasión que el sastre acompañaba a su sobrina, Adelaida Inzunza, los cherifes salieron al paso, floreando a la culito respingón de Adelaida, diciendo una bola de majaderías y sandeces. El sastre, posando una mano sobre la palma de la otra, modoso, dijo:

—¡Caracoles, niños! Pero ¿qué vocabulario es ese? Tan educaditos que se miran.

En eso, los tipos lo amagaron con la pistola. En un santiamén, volaron armas hacia la tapia de la casa del general Tomasín Navarrete. Al cabo de la refriega, había piernas, brazos, costillas y mandíbulas rotas por doquier: todo miembro desvencijado de los monos de hilacho, tirados sobre el empedrado, pertenecía a la indeseable humanidad de los atrevidos boquisueltos.



Hasta la fecha, aquel episodio es recordado como la más memorable gesta jamás habida en la historia de aquel pueblo. El encargado de tal proeza, sin dar pie a vacilaciones, fue el Pelón Inzunza, que en dicha oportunidad no paró hasta mandar a don Heracleo y a los Goyos al hospital del Seguro Social, para luego salir de ahí, enyesados y con los dientes rotos, a proseguir forzosa incapacidad. Por esas tierras de Sinaloa, los putos bravos son más cabrones que la méndiga bola de machos que pululan como moscas sobre la caca. Para colmo de los alguaciles, el desalmado de don Tomasín, posesionado de su habitual actitud castrense, no les regresó las armas hasta hacerles pagar el último quinto de su costo:

—¡Pa’que se les quite lo pendejo! Eso jamás le pasa a un hombre de armas.



En cuanto a la puta del pueblo se refiere, usted puede estar seguro de que en Mármol no había ni una, porque hasta donde se sepa, ni Pacha ―la enfermera―, ni las hermanas de mis compañeros de juego, así como tampoco la de los Hidalgo y mucho menos las mías, jamás de los jamases cobraron un céntimo por eso. Si no, ahí estaba el Beto, que no se rajaba nunca.

—De las putas mejor ni hablar, ‘apá— decía mi hermano, metiendo boruca para evadir el tema y no ver mortificada a nuestra madre cuando el jefe, con afán de echar la aburridora, se quejaba amargamente de los dolorones de cabeza que mis hermanas le hicieron pasar a la familia cuando anduvieron noviando.

—¡Viejas cuscas…! Pero eso sí, a’í están las madres, de acuachonas, defendiéndolas— terminaba de reprochar, sin aludir expresamente a los nombres de mis carnalas, con el andadito ¡quiero verga! que se cargaban por medio pueblo.

«¡De aquí soy!», decían los morros.



Si de locos se tratase, de los dos mil y pico de habitantes que tenía Mármol, sin mayor empacho se podía reconocer entre los más cuerdos a Memito Boniface y al Cuco, su perro, que por sus estrambóticos diálogos y sus innumerables aventuras eran considerados los más deschavetados. Aunque eso estaba por verse hasta con el propio Cuco, que, de lo inteligente que era, poco tenía de animal. Se entendía a las mil maravillas con Guillermo Boniface, dizque el tonto del pueblo y único hermano del difunto César Boniface, a quien verdaderamente le hubiese caído como anillo al dedo tal apelativo.



Esto de llamar tonto en México a un hombre capaz de conversar con los animales no tiene madre; es por eso que la gente de afuera nos ve como unos perfectos yahoos cuando en otros sitios a gente extraordinaria como al Memito se dan el lujo hasta de hacerlos santos o inmortalizarlos en novelas, como al mentado Lemuel Gulliver. Del Cuco, lo confieso, siempre me gustó para el puesto de superintendente. Estoy seguro de que lo hubiera desempeñado mejor que ese capitán Garfio, de Fuentevilla, aun con su respetabilísima afición a la fotografía que tanto me gusta.





I





A instancia de Lorna Mendívil de Hidalgo, madre de mis nuevos amigos, fui invitado a la fiesta de apertura de la nueva casa. Con toda antelación, solicité a mis padres permiso de ponerme para el sábado que venía en camino mi único traje dominguero: una camisa y un pantalón desteñido, comprados en el Vaquero Norteño de Mazatlán. Por tratarse de una invitación de los Hidalgo, mi padre accedió con cierta benevolencia, no sin antes prevenirme sobre que había que cuidar de la "ropa nueva". Con inusitado frenesí, la noche anterior boleé mis zapatos negros, remendados un carambal de veces con medias suelas. No era incidental, pues, que los muchachos del pueblo me hubiesen bautizado con el sobrenombre de Ginio Comal, no por el remiendo de los zapatos, sino más bien por el parchezote de mezclilla puesto en el culo de mi pantalón de caqui, destinado para andar entre semana. De hecho, mi guardarropa era similar al de cualquier asceta mendicante de la India: un maltrecho uniforme para ir a la secundaria, el mismo que había que quitarse llegando a casa para ponerme una camisetita tela de cebolla, marca Patito, y los pantalones con parche en el pedorro; además, era el feliz poseedor de unos huaraches con suelas de llanta, que por más que trataba de acabármelos nunca pude darles fin, hasta que Jazmín los arrojó al mar el mismo día que la conocí. De no ser por ella, tenga por seguro que calzado no me hubiese faltado el resto de mis días. De ahí que mis esmeros consistieran en cuidar con celo mi maltrecha indumentaria, por el terrible riesgo de verme obligado a salir un día a la calle vestido en traje de Adán. El solo hecho de pensar en don Heracleo y los Goyos sorprendiéndome con las tolongas de fuera, jugando en la cancha de básquet, me daba vértigo. Ahí mismo, y sin mayor trámite, me hubiesen colgado del tablero, pendiendo la soga de la canasta de juego.



Esa vez, hasta me unté en el pelo un chisguete de brillantina Jockey Club que mi hermano guardaba en un cajón de utensilios de labranza bajo el tejaban del patio, donde guardábamos las mazorcas para los burros. Y así, muy sácale punta, partí al guateque.



Aumentó mi indecisión de llamar a través de la campanilla de la entrada cuando, al pararme frente al cancel de la casa de los Hidalgo, me percaté de que ni Martín, ni Ramón andaban por allí merodeando. A punto de emprender la retirada, Lorna Mendívil salió por la puerta principal a mi encuentro, me tomó de la mano y me dijo: «¡Bienvenido, Higinio!», haciéndome pasar por una de las puertas laterales de la casa, que daba a la biblioteca y era camino obligado para dirigirse a las recámaras de los muchachos.



Al pasar por un costado del salón principal, me percaté de que la crema y nata de los funcionarios se encontraba, absorta, escuchando al piano una buena ejecución del Grande Valse Brillante, de Chopin, de manos de Suki de Fuentevilla. Quedé extasiado al pasar por la puerta de la biblioteca y divisar la estantería llena de libros, yendo rumbo al aposento de mis amigos. Me detuve un instante para contemplar hacia adentro. «¿Cómo es posible que haya gente con tanto libro atesorado?», incrédulo pensé.

—¿Te gustan…? ¿Quieres que te los muestre, joven Ripa? —Lorna dijo con íntima complacencia.

—¡La verdad, me encantaría!, pero por ahora no. Ya habrá ocasión, señora.

—No hay pero que valga ante el asombro que veo reflejado en tu cara— afirmó categórica, y me hizo entrar a la biblioteca.



Allí, sin mayor preámbulo, deliberadamente me llevó a un sitio donde se encontraba una caja de madera labrada con incrustaciones de marfil en la tapa: la figura era un óvalo situado de manera vertical; en medio estaba el ojo avizor, despidiendo rayos de luz; abajo se encontraba la paloma trinitaria, de alas abiertas, y a sus pies, una estampa de lo que podía suponerse era el Santo Grial. Antes de instarme a abrir la caja, donde pensé estaba resguardada una joya editorial, Lorna puso suavemente la mano sobre aquella imagen incrustada en la tapadera y, posando la palma de su mano izquierda sobre mi frente, me dijo en latín:

—Beatus vagus.



Sentí un fluido magnético penetrar en mi cerebro, y luego ella procedió a destapar lentamente la caja de madera, y, a las primeras de cambio, el perfume de la caoba penetró punzante en mis fosas nasales, como lo hace el olor del amoníaco. En eso, apareció frente a mí un antiguo Tarot de Marsella, hecho de finas y delgadísimas láminas de caoba, pintado a mano. Allí, en la primera lámina que aparecía frente a mí, estaban retratados, pensé, Memito Boniface y su perro el Cuco detrás de él. Era la imagen de El Loco, genio y figura hasta la sepultura, cuyo valor aritmético es el no nulo, el cero, la figura perfecta, pero también el 22, cuyas acepciones dentro de la tradición hermética de las diversas culturas antiguas apuntan todas en un mismo sentido, aludiendo en buena onda al hombre de talento y de razón. Asimismo, esta estampa se relaciona con el Orden Cósmico, mientras que en su parte contraria se asocia a la estupidez, al caos interno, al vicio, a la necia necedad y a la puta inercia. A la clave 22, un libro sapiencial como el Tarot de Mantegna, por ejemplo, la vincula con la lógica, o sea, con la ciencia que estudia las leyes y modos del conocimiento científico, aludiendo a la par a la disposición natural para discurrir con acierto; figura que se identifica con la flexibilidad, con el ser convincente y con el talento artístico, sin omitir tampoco que en el estudio de la lógica existen los términos pertinente e impertinente.



El I Ching o el Libro de las mutaciones, obra toral dentro de la sabiduría emanada del pueblo chino, a la clave 22 la denomina La Gracia, imagen muy ligada al ingenio, al talento, a la chispa, a la festividad, a la elegancia, al favor, a la amistad; la contraparte aludiría a la ordinariez, a la simplicidad, a la bufonada, a la insulsez y a la inflexibilidad e improcedencia de las cosas; por eso su dictamen principal reza: «La Gracia. Así procede el noble al aclarar asuntos corrientes, mas no osa decidir de este modo los asuntos conflictuales», confirmando con este planteamiento la idea en torno a la conducta y las reglas que uno debe de seguir, según sea la pertinencia y seriedad del caso.



Aquel día, Lorna Mendívil, la que después de la Madre Tierra—cuyo equivalente fidedigno era la madre que me parió— se convertiría en la segunda de las mujeres insustituibles de mi vida, introduciéndome de golpe al aprendizaje de la Enseñanza del Tiempo, al conocimiento del lenguaje simbólico, cuyo desciframiento radica en la revolución del número ligado a la idea —para la ciencia hermética, matemática y gramática son parte indisoluble de una misma cosa—, con el fin de establecerla intercomunicación entre las inteligencias del mundo del más allá con las del más acá, estableciendo una conexión con el mundo primigenio, generador de las ideas prototípicas que conforman los distintos fenómenos que repercuten en este mundo ulterior, en este mundo fenoménico en el que vivimos inmersos. Si se quiere ver este lenguaje de otro modo, está muy relacionado con el arte adivinatorio o con eso que damos en llamar azar, casualidad, designios del destino.



Esto de la revolución de los números vinculados a un concepto, lo vine descifrando, claramente, varios años después de mantener una relación afectiva y de estudio con Lorna, que fue la que me enseñó, a través del manejo de la aplicación mágica de la media áurea (1,618), la manera de encontrar el valor numérico y el significativo esotérico de los cincuenta y cinco movimientos de Coelus y Titea que regulan el acontecer humano dentro de este plano existencial.



Ante la experiencia metafísica que me produjo el conocer aquellas cartas, o, mejor dicho, percibir la trascendencia de lo que me sugerían esos símbolos arquetípicos, me derrumbé y abracé las piernas de Lorna Mendívil, quedando mi boca en el oscuro umbral de sus entrañas, desde donde percibí la dulce embriaguez del semen de mi semen, origen de una antigua estirpe perdida en la noche de los tiempos y, desinhibiendo mis ocultos sentimientos, dije:

—¡Vivo rodeado de tanta vulgaridad y de tanta violencia! Detesto con toda mi alma este pueblo donde nací. ¡Me siento como un desarraigado! Detesto con todas las fuerzas del corazón a toda esa gente cruel que me rodea y que me ridiculiza tanto. ¿Qué saben de lo que le sucede a Ginio Comal, al parchado del culo, al quesero, al monaguillo del borrachales del cura Serrano? ¿Qué saben ellos en realidad de lo mucho que me gusta leer, por ejemplo?— dije tontamente, sollozando.

—No hables así. «Lo que sucede, conviene». Si es por los libros, que no creo, aquí tiene esta biblioteca a tu entera disposición— Lorna musitó, hundiendo mi cabeza suavemente entre sus piernas—. Este solo es el principio, Ripa. Siéntete feliz; naciste en un mundo donde aún la gente sabe reír. No te tomes tan en serio: mientras vivimos, vivamos el hoy y ahora.



Luego, hizo una pausa honda, como un océano, que finalmente interrumpió para reponer:

—Mas no olvides lo que has visto. Esto es solo el principio de una enseñanza que no discrimina a nadie, pero tampoco busca adeptos. Todo es válido en el aprendizaje de este ludus puerilis que es la vida. Aquí se enseña jugando, porque solo jugando emprenderemos el retorno al verdadero conocimiento de la naturaleza y la índole de ese mundo previo, arquetípico, desde donde las divinidades sueñan a inventarnos, reinventándose a sí mismas. Ya comprobarás algún día la existencia de ese mundo original del que te hablo. Espero que conserves siempre esa curiosidad tan tuya, esas ganas de aprender cosas, pero antes déjame advertirte algo que no quiero que olvides jamás: al igual que el robo, el crimen perfecto no lo hace el que lo planea, sino la ocasión. Entonces, cuídate mucho de eso.



Sin siquiera pasar a saludar a mis amigos, salí de ahí invadido de una sensación de que yo era otro, o, mejor dicho, que había intuido en mí la presencia de un nuevo Yo, que, aunque no develado del todo, me era afín. A partir de ese día, no dejaría de atosigarme la idea de que mi presencia en este mundo no significaría absolutamente nada sin antes descubrir, de entre esa amplia gama de yoes incidentales que veía vagando por mi mente, quién de todos esos era realmente Yo.



«Los hados hallarán su destino». Esta frase de Virgilio retumbó en mi corazón como cuando escuché por primera vez con Jazmín a Ron Bushy en una grabación magnetofónica, aventándose con sus tambores “In-A-Gadda-Da-Vida”. Esto me consoló.



Estando en la calle, vino a mí una aparición subyugante que me mostró que el mundo puede ser justamente como nosotros lo queramos ver. Y no me asustó el experimentar lo que viví en el lapso que duré en llegar a casa. Mármol, mi pequeño pueblo, estaba situado en una vertical, en vez de horizontalmente como desde niño lo había visto. Me vi desde un plano distinto, ascendiendo por una pendiente vertical hasta mi arribo a casa.



Envuelto en aquel trance, volví a ver a Lorna caminando por la acera de la calle. Semejante a una sacerdotisa de antiquísima religión, iba acompañada del Loco y su perro, es decir, de Memito Boniface y el Cuco, cantando una bella balada que tuve la sensación de haber escuchado antes, sin recordar a ciencia cierta dónde. Memito y el Cuco se veían festivos, haciendo frappé cual bailarines clásicos; al rato, simplemente maromeaban, como si fuesen saltimbanquis. Yendo así, seguidos de Lorna, procedí a ir detrás de ellos. De súbito, Lorna desapareció de la escena y Memito y el Cuco voltearon hacia mí, risueños, diciendo con su hablar limítrofe:

—Ya vez, cablónnoshotlos eshtamos mash allá del futulo, como el Loquito del talot.

—Hablan así porque están chiqueados —dije, riendo.

—Lero, lero, candelero, el Ginio Comal, patas de perro. Al cabo no nos alcanza.



Y en lo que me eché a correr tras el par de pilluelos, patitas, pa’qué te quiero, arrancaron carrera. Chiroteando, llegamos cerca de mi casa.

—Bueno, ¿y a ti quién te viene persiguiendo? —salió al paso mi madre.

—Nadie, madrecita chula —dije a mamá, dándole un beso tierno.

—¡Mmmm! ¿Yora a este qué le picó? —exclamó mi madre, extrañada.

—Es que ya se volvió joto, ‘ama —el Chelu contestó al presenciar, entre nosotros, aquel inusual acto de amor de un hijo hacia su madre.





II





Siendo la envidia y el machismo parte importante de los sentimientos negativos que mueven a este país, cuyo fiel reflejo es la descalificación, simiente de la baja autoestima, el acto de sobrevivir entre los mexicanos representa un doble reto. Estas circunstancias obligan a la persona a forjarse un carácter de temple o a sucumbir entre las patas de los caballos. En el mejor de los casos, para cierta gente, el simple hecho de haber sido en la vida reprobada sistemáticamente les ha servido como acicate para depurar sus mecanismos de autodefensa. Entre un abanico de estratagemas existentes, algo infalible para la realización de equis cometido es el autodescalificarse de antemano, exhibiendo nuestra presunta incapacidad para realizar tal objetivo, con el fin de suscitar, si no la colaboración de los demás, al menos que estos mismos no impidan concretar exitosamente tu propósito. 



Lógicamente, esto implica someterse a la autoflagelación exigida por la abrumadora mediocridad, pululando como hienas al acecho. Y es que en este país se desconoce el significado de la expresión mérito personal. Pareciese que vivimos empecinados en emplear toda nuestra energía e ingenio para buscar la manera de chingar al otro, sobajándole. En este sentido, españoles y mexicanos somos muy parecidos: envidiosos hasta la pared de enfrente y machistas a más no poder.



A estas alturas, me atrevo a reconocer que fue el miedo a ese tipo de cosas lo que me impulsó desde pequeño a refugiarme en los libros y a conocer el autodidactismo. Incluso antes de que terminase mi secundaria, ya manejaba a dedillo el plan de estudios que mis hermanas tuvieron que acreditar para obtener su título de maestras, sin contar el dominio de contenidos expuestos en los veintitantos discos de treinta y tres revoluciones del curso “Practice Your English”, acompañado de quince cuadernos de ejercicios de lectoescritura que don Tomasín Navarrete regaló a Luz del Carmen, mi hermana, durante el tiempo que ella le sirvió como su asistente militar.



Por eso, ya sea para burla de los chicos de mi clase o gracias a la buena opinión que mis maestros tenían de mí, el trato que me administraban los que me rodeaban tenía poco de ordinario. Para mi desgracia, mis profes me daban título de ser un chamaco dedicado, inteligente, mientras que el que me brindaban mis compañeros de clase era el de un pobre rotillo que debía de ser tratado a veces con desmesurada crueldad, todo a raíz de que me consideraban una especie de nerd dentro del salón, no siendo en realidad mi comportamiento menos anormal que el de los demás chicos. Ni de chiste mi situación personal daba pábulo para convertirme en un pedante y, sin embargo, no me la acababa con las burlas a raíz de mi paupérrima indumentaria. Era el hazmerreír de la muchachada: «Ginio Comal, andas como limosnero». ¡Cuán crueles pueden ser los niños y jovencitos a esa edad! Imagíneselos de adultos.



Gracias a mi conocimiento del idioma inglés fue que acabó por interesarse en mí Rutilio Serrano, el párroco de la iglesia, convirtiéndome de inmediato en su monaguillo de cabecera, haciendo a un lado al metiche del Beto, que, en su faceta ya no de anunciador del cine, sino ahora de sacristán del templo, tuvo que conformarse con seguir cambiando de ropones a los santos —cosa que no le disgustaba para nada—, con su labor de barrendero —eso sí le caía de a madre— y con andar de robalimosnas. Esto último sí que le empalagaba, pero no tanto como andar midiéndose las vestimentas de los santos, cosa que lo seducía casi hasta llegar al orgasmo. Se ponía trémulo de emoción cuando tenía la oportunidad de hacerlo, subiéndose por una escalera a los nichos de los santos empotrados en la pared, como a tres metros. Luego les digo en qué fue a parar este asunto.



En cuanto al cura, siendo este un fanático de la pesca, no precisamente de la de almas, sino de la deportiva, en una ocasión trabó amistad con un ingeniero gringo que esporádicamente estuvo en Mármol, dando capacitación a los de la fábrica sobre el mantenimiento de una planta eléctrica —la Thompson, le decían— que estrenaría la empresa e iluminaría de mejor manera el poblado.



Tanto el cura como el ingeniero norteamericano cojeaban de la misma pata, pues les encantaban las putas y la bebida, además de ser unos apasionados de la pesca y de todo lo que tuviese que ver con la colección de utensilios relacionados con ese deporte: cañas, carretes, curricanes, señuelos sencillos o de trébol, con curvatura invertida y no, eslabones de barril —unos fijos y ajustables otros—, plomadas para torcer y para no retorcer, así hasta los confines de la mar.



Después de la última misa del domingo, que eran dos en total, cuando no tenían cita con sus putas, se daban vuelo pescando hasta el lunes en los acantilados del cerro del Tecojobichi. El mentado cerro estaba a un costado de la bocana que alimentaba de agua a los esteros,  mismo que en su mayor parte daba de frente hacia mar abierto. Libando, pasaron casi un año, y se hicieron tan buenos amigos que incluso después de que el ingeniero gringo partió a su patria siguieron manteniendo contacto a través del correo. El gringo le enviaba al cura cuanta revista se editase en Estados Unidos sobre el tema de la pesca, ya ni se diga de la llegada de la revista “Playboy”, con cuyas monas encueradas me hacía unas deliciosas puñetas, y supongo que Serrano hacía lo mismo que yo cuando no podía echar mano de sus pirujas.



En lo que respecta a las publicaciones y misivas recibidas desde Estados Unidos, fui yo quien empezó a traducírselas al cura del inglés al español, contestando en inglés su correspondencia dirigida hacia aquel país. Era una fascinación leer lo que decía el cura por carta a su amigo gringo al referirse, por ejemplo, a los señuelos artificiales recién recibidos desde Estados Unidos: «Estoy contemplando su cabecita tan bellamente ajustada al eslabón. Su cuerpo es perfecto y la curvatura del anzuelo, armoniosa. Acariciar sus alitas es un deleite al tacto, lo mismo que observar el tornasolado de su coloración; el de colita, ni se diga, es de un amarillo precioso que dan ganas a uno de comérsela. Burt, estoy emocionado y muy agradecido por los señuelos que me enviaste. ¡Ah, y la conejita de mayo está como para confesarla contiguo a la sacristía!», justo donde estaba su amplia habitación repleta de libros y vacía de imágenes de santos, pero eso sí, llena de vitrinas y armarios donde guardaba como reliquias su vasta colección de cañas de pescar y toda una sofisticada serie de aparejos relacionados con aquella afición.



Mi labor como traductor de epístolas y revistas me hizo imprescindible para Rutilio, convirtiéndome muy pronto en compañero sustituto —que no prostituto, conste— del ingeniero gringo en las idas a pescar a los riscos. Aquella marcada predilección que agarró el cura por mí, en consecuencia, mataba de celos al Beto, desquitándose luego por el altoparlante del cine, al hacerme aparecer de forma más que velada como uno de sus canchanchanes. En poco, pues, de culo roto pasé a convertirme para la plebe en otro de los tantos que supuestamente le daban por atrás al sacristán.

—¡Chale con este vato! —decía a la plebe, intimidado, cuando se burlaban de mí.

—Eres mayate y pendejo, cabrón —me reprochaban los cuates—. Mejor, aviéntate a la Chenta; ese regala Livais y hasta camisas Towncraft… ¡Agarre la onda, puto! ¿Qué no le da vergüenza andar así, con el culo roto…? O ya de perdis, dígale al pinche cura putañero ese que le pase una feria por andar de huelepedos, ayudándolo.

—La iglesia no paga, solo pega— solía decir Serrano al respecto, justificando así la no remuneración a mis servicios como acólito y traductor.

Mi padre me dijo un día que escuchó al Beto lanzar por el micrófono del cine sus dardos venenosos contra mí:

—¡Nada más eso me faltaba con usted! Pídale a Dios que yo no lo agarre haciendo esas cosas, porque ahí mismo le pego un tiro—sentenció, con amenazante tranquilidad.

—Así empiezan, ‘apá —remataba el Chelú—, y todo por el brete ese de pasarse todo el chingado día haciéndose pendejo con sus libritos.



A cambio de una supuesta paga, Rutilio Serrano, no menos libertino que otros tantos curas, pero sí más inteligente que muchos de ellos, fue quien me introdujo con toda paciencia a los Diálogos, de Platón, y al poema del Dante, La divina comedia, amén de la música clásica. Serrano era un cismático, un profundo conocedor del pensamiento teilhardista, y creía firmemente que la estirpe humana poco a poco evolucionaría hasta desembocar en el conocimiento de un Dios, de un Cristo Cósmico: «Nosotros venimos siendo una especie de obreros de una gran obra cósmica encarnada en el Cristo Cósmico; padre, madre e hijo fusionados con la humanidad en la unidad plena, cuya fuerza creativa se expresa en este mundo en la magnificencia de la naturaleza, en el amor sublime que anida en el corazón humano y en el conocimiento de la ciencia», solía decir en misa. Evidentemente, los únicos que le entendían al cura sus cosas eran el Memito, que cuando lo escuchaba durante el culto empezaba a aplaudir, y, por supuesto, también el Cuco, que, imitando a su compinche, parado en sus patitas traseras, empezaba a ladrar, como diciendo ¡bravo! con su guau, guau. Ni tardo, ni perezoso, el apestoso del Beto los ponía de patitas en la calle, a punta de escobazos.



Per se, Rutilio Serrano era la perfecta antítesis de la imagen que tenemos del cura convencional, pues tenía un enorme parecido con Edward G. Robinson, viejo actor de Hollywood que se destacó protagonizando películas de  gánsteres. Imagínese estar en misa y ser sermoneado por uno de los célebres capos de Chicago vestido de cura…¡Qué alucine! Había ocasiones en que Serrano, inspirado por ese Liber Pater de Baco, se presentaba a oficiar hasta la madre de crudo, sugiriéndome un poco antes de la misa vaciar el vino de consagrar del recipiente para rellenarlo con tequila Cuervo: era entonces cuando la elegancia y profundidad de su sermón se sublimaba casi hasta llegar al mundo de la música de las esferas, produciendo en las almas de los que estábamos allí, escuchándolo, una sensación de liberación interna y paz espiritual que pocas veces he vuelto a experimentar en lo que tengo de vida. La propiciación de esos momentos balsámicos para el alma de los feligreses hizo de él un hombre muy respetado en el pueblo, a pesar de los pesares de algunos persignados como Augusto Fuentevilla y el inge Carlos Flores —venidos de las filas de la Asociación Católica de la Juventud Mexicana—, que solían hablar del cura a sus espaldas; sin embargo, estando de cara a él, no solo se le cuadraban como la Petra y el Fausto lo hacían frente al general Tomasín Navarrete, sino que obedecían cabalmente las tareas u obras de beneficencia que el cura Serrano les ordenaba realizar a favor de la comunidad. Y mire que se trataba de un par de cabrones incapaces de dar agua al gallo de la pasión.



Gente como Gildardo Hidalgo y su mujer llegaron a apreciar bastante a Rutilio Serrano, y en cuanto a don Alberto De León, masón de toda la vida, y el Chalo Alarcón, su asistente, ni se diga. Este último hizo de Serrano su compadre por seis ocasiones.



Sobre el nuevo gerente de personal, el licenciado Hidalgo, el pueblo mitotero no se explicaba cómo había abandonado su bufete jurídico en Culiacán para venirse a enclaustrar en un pueblo polvoriento como Mármol. Se decía de Gildardo Hidalgo una sarta de cosas, argumentando que era hermano del narcotraficante Ángel Hidalgo y que había venido al pueblo con el único fin de esconderse de sus fechorías y no de pocos enemigos; o que el par de butiondos que tenía de hijos habían violado a una chiquilla, dejándola panzona, y que el padre de la ultrajada, otro narco pesado, jurase ¡por Dios! no descansar en vida hasta ver al par de mozalbetes camino al cementerio; o que la mujer era una acuarelista española que gustaba de hacer ritos extraños en el monte, además de ser medio putona, y que el amigo les permitía demasiadas libertades a ella y a los hijos, porque era un anarquista y un ateo, etcétera.



Este tipo de verdades a medias se convierten en la comidilla del populacho cuando es incapaz de decodificar el significado de lo que los subyuga, como pudo haber sido el impacto que causó entre la gente la singular presencia de los Hidalgo en el pueblo, propiciando que se tejiesen alrededor de ellos un halo de mórbidas fantasías, siempre a cargo de ocultar el trasfondo real de las cosas.



Gildardo Hidalgo provenía de un clan de gente notable desde el  porfiriato, pero no precisamente por su cultura, procedente de Santiago de los Caballeros, un pueblo remontado en la sierra sinaloense. Las primeras cabezas de ese numeroso linaje habían ganado influencia y poder político desde el siglo XIX, luego de abrazar la carrera de las armas durante la cruentas guerras contra el pueblo yaqui: los Hidalgo se vanagloriaban de haber participado en la captura y muerte de José María Leyva, el Cajeme; no obstante, ese año de 1887, Chuy Hidalgo fue desollado vivo a manos de los yaquis en algún lugar del distrito de Moctezuma, allá en Sonora. Desde inicios de la colonización del Valle del Yaqui, hicieron grandes migas con el general Luis Hemeterio Torres. Siendo gobernador Rafael Izabal, incondicional del general Torres, los Hidalgo se cobraron la afrenta hecha a Chuy Hidalgo participando en la más sangrienta expedición punitiva que jamás se haya organizado contra el pueblo yaqui, al grado de que el propio Izabal tuvo que pedirles que salieran de Sonora. Los Hidalgo y su gente partieron de allí camino a su hacienda, situada en lo que hoy es el municipio de Badiraguato, en Sinaloa, no sin antes agenciarse a un grupo de mozas yaquis para el servicio doméstico de la casa principal y de otros ranchos que tenían por el rumbo, además de ser retribuidos por la dictadura porfirista con más tierras por su participación en aquella horripilante matanza.



Con Obregón, los Hidalgo hicieron las paces con sus antiguos enemigos yaquis y pudieron contarse entre los que ganaron la Revolución, pero también entre quienes obtuvieron instrucción. Ya en la etapa posrevolucionaria, dieron a luz a una progenie de militares de carrera y de gente relacionada con el mundo de la docencia y el arte; entre estos hubo matemáticos que participaron en la fundación del Politécnico Nacional, y muy especialmente legaron una camada de mujeres tan hermosas como inteligentes y mundanas; una parte de ellas abrazó la enseñanza, habiendo escrito hasta libros de texto; otras se dedicaron a la pintura y su adiestramiento, habiendo algunas que se hicieron famosas por sus amoríos con hombres de la alta política nacional. Costumbre entre ellas fue la de no casarse y procrear hijos fuera del matrimonio y, por añadidura, bautizarlos con el apellido Hidalgo, acendrando de esa manera un fuerte pero soterrado matriarcado. De una de estas mujeres eran hijos Ángel y Gildardo Hidalgo, de tal modo que llevaban como primer apellido uno que, de haber sido otro el caso, hubiera sido el segundo por designación materna.



Otra parte de este clan no se quedó atrás en cuanto al amasijo de fortuna, y a inicios de la Primera Guerra Mundial en Europa aprendieron de los chinos, avecinados en Sinaloa, el cultivo de la amapola y el procesamiento de la goma de opio, enviándola  al entonces Distrito Norte de Baja California, bajo el mando autónomo del coronel Esteban Cantú. Durante la Segunda Guerra Mundial, el opio fue sustituido paulatinamente por la marihuana, auspiciando las mafias de Sinaloa el cultivo de este enervante para luego pasarlo hacia Estados Unidos.



A inicios de la década de los sesenta, con el destape de la beattlemanía y el movimiento de la subcultura hippie, es bien sabido que el consumo de la mota en los Estados Unidos se disparó notablemente entre la clase media norteamericana, y fue durante ese lapso cuando Pedro Avitia, Lalo Fernandel y Ángel Hidalgo, con el tráfico masivo de cannabis, se transformaron en los primeros grandes jefes mafiosos de Sinaloa.



No tanto para prevenir un problema de salud, motor de una posible epidemia social, sino más bien para proteger al mundo financiero e industrial conectado con el monopolio de las mafias locales controladoras del mercado de estupefacientes en los Estados Unidos, por decreto policial, desde los sesenta, los güeros armaron una guerra paralela a la de Vietnam contra el narcotráfico tercermundista, procedente de Latinoamérica. Hoy día, todo indica que, irremediablemente, los gringos van a perder esta guerra subrepticia contra el narcotráfico latinoamericano.



Ángel Hidalgo, en los sesenta, solía darle un sesgo político-cultural al asunto del tráfico de drogas, afirmando:

—Esto del narcotráfico es una guerra cultural, y si no podemos ganarles a los gringos en una batalla abierta, esta que estamos librando sí que la van a perder los cabrones. Tal vez no voy a estar para contarlo, pero les juro que en unas cuantas generaciones más terminaremos adueñándonos de los Estados Unidos; porque si es el dinero lo que más quieren, esto de la venta de droga es la mejor manera de quitárselos y partirles su madre, haciendo que se ahoguen en su propia mierda.

—En eso sí que no estoy de acuerdo, cuñado —advertía Lorna—; más temprano que tarde, este asunto de la creciente drogadicción en los Estados Unidos va a afectar a toda la humanidad. Y aquí ustedes juegan un papel tan sucio como el que representan sus socios de Gringolandia, incluyendo a las autoridades de allá y a las de aquí, al tratar de romper con meras tácticas policiales esa cadenita aborrecida que representa el fenómeno de las adicciones, la delincuencia y la corrupción oficial. ¿O no es así, Ángel?

—No sé, cuñada —Ángel refutaba—, pero lo que sí le digo es que dentro de no muchos años dejaremos de depender de los políticos de este país para compartir con ellos el poder en México.



A pesar de haber sido Gildardo Hidalgo hermano de una de las cabezas de la incipiente pero pujante mafia sinaloense de aquel entonces, el propio Ángel había tenido el acierto de no involucrar en ese negocio a su hermano menor, enviándolo desde muy joven a estudiar a México y luego a cursar una especialidad en Derecho Laboral en Italia. En sus andanzas por Europa, Gildardo Hidalgo conoció en el País Vasco a una joven maestra de pintura de nombre Lorna Mendívil, con quien se casó al poco tiempo, trayéndosela a Culiacán, lugar de residencia de toda la hidalgada desde hacía muchos años, para hacerse cargo de su propio bufete jurídico.



Independientemente de las cuestiones de negocios, la razón principal de la permanencia de Gildardo Hidalgo en Mármol no era tanto que los de la Dirección Federal de Seguridad o la propia mafia sinaloense anduviesen tras sus pasos, o porque sus chamacos hubiesen birlado a una chavala, embarazándola, sino porque no supo, en su momento, desdeñar algo que la hidalgada había convertido en una especie de tradición entre los hombres de ese clan, como era el hecho de amancebarse con las mujeres yaquis que sus antecesores habían traído de Sonora desde el siglo pasado: ahora, una de las descendientes de aquellas jovencitas secuestradas por los Hidalgo en el Valle del Yaqui subrepticiamente había tenido una niña con Gildardo Hidalgo, criatura a la que la empleada doméstica, por despecho, había arrojado al nacer a un baldío aledaño a la casa familiar.



De esta acción, la recién nacida logró salvarse de estrellarse en el piso gracias a que, al ser volada desde la barda, cayó en unos matorrales. Al poco, la niña fue rescatada por unos transeúntes que escucharon su llanto y dieron parte a la policía. Las pesquisas de las autoridades recayeron sobre la autora del crimen, yendo a parar la criada a la cárcel. De inmediato, Gildardo Hidalgo maniobró, logrando rescatar del encierro a la mujer; sin embargo, no pudo evitar el fenomenal chismarajo que se desató en todo Culiacán. El siguiente paso para los Hidalgo Mendívil fue calmar la gallera con el autoexilio temporal, yendo a Mármol a cumplimentar una tarea importante.



Un mexicano casado con una vascuence, que seseaba rechistoso al hablar el español, con una concepción de la vida muy distinta, era el primer factor que, a mi juicio, los diferenciaba abismalmente frente a la gente del pueblo, de cara a un mundo obrero-campirano plagado de gente cerril en su mayor parte. Con esto no trato de decir que los refinamientos de la elite de funcionarios que dirigían la fábrica menguasen ante el acervo cultural de los Hidalgo.



Veamos: Suki de Fuentevilla, esposa de Augusto, tuvo que abandonar una incipiente carrera de concertista de piano en su tierra, el Distrito Federal, para seguir al marido hasta aquel pueblo sinaloense. No por eso ella habría de perder contacto con el mundo de las artes y de la alta política nacional. El ingeniero Casimiro Boniface, jefe de talleres, aparte de su remoto origen francés, del que hacía encomiable fiesta, era un reconocido admirador de la música clásica, además de un excelente calculista en todos sentidos. Usted diga si no: a su hermano Apolinar Boniface, papá de César y Memito, lo había hecho jefe del departamento de embarques, mientras que a su sobrino, César Boniface —justipreciado exalumno del CECATI, una escuela donde, entre otras cosas, imparten cursos de electricidad para recién salidos de primaria—, no paró el influyente tío hasta verlo convertido en flamante jefe de electricistas.



Independientemente de su labor de geómetra y matemático, a Casimiro Boniface también podía contársele como el más empedernido admirador de las películas y fotos que Augusto Fuentevilla y Carlos Flores tomaban en sus expediciones secretas por el monte. Como amigos los tres, embonaban mejor que el pito, el coño y el culo. A cambio, el superintendente Fuentevilla se ocupaba de Casimiro Boniface y Carlos Flores como solo solía cuidar de la única niña de sus ojos.

Entre quienes corregían la plana en aquel poblado, estaba también el ingeniero Lico Vidales, responsable de la planta eléctrica, padre de Juana Vidales y de otras dos chiquillas. En cuanto al Lico y a su amigo del alma, el Pipope Hernández, de ellos podía asegurarse que eran asiduos aficionados al alcohol de caña y a los libros de Engels y Marx. Por tanto, sus antecedentes intelectuales y políticos no eran bien vistos por los funcionarios y patrones de la empresa; mucho menos el contar con su amistad.



Carlos Flores fungía como jefe de producción y tenía tres hijos estudiando en la derechista Universidad Autónoma de Guadalajara, tan anodinos como el padre, pues jamás vi a alguien en el pueblo tomarse la molestia de preguntarles el nombre. Los gustos de Flores eran, principalmente, la música de Smetana, la filmación de cortometrajes en el monte al lado de Fuentevilla y la labor de revelado, edición y exhibición de las cintas que compartía, exclusivamente, con su augusto jefe y con Casimiro Boniface.



Con doce años de casado y con el mismo número de hijos, el Chalo Alarcón era un experto en explosivos y segundo de a bordo de don Alberto De León, que trabajaba como jefe de caleras, padre de Albertico De León, que muy pronto se hizo novio de Rita Hidalgo y, al poco, su marido.



Además de la música y de poseer una explosiva voz de barítono, el Chalo Alarcón tenía como afición meter bombillos retacados de pólvora a todo lo largo y ancho del cerro de Caleras, amén de atascarle a su mujer el cartucho repleto de TNT, a manera de loable contribución a otro tipo de explosiones: la demográfica.



Don Alberto de León era un hombre discretísimo, austero y muy culto, que gozaba de la estima personal del señor Patterson, presidente de la San Luis Mining Company, dado que habían trabajado juntos, de jóvenes, en las minas de Tayoltita, Durango, otra de las empresas propiedad de la transnacional.



No obstante, de la serie de anomalías que se suscitaban dentro de la empresa, don Alberto solía guardar las reservas del caso frente a su amigo gringo. Así que cuando Patterson, a espaldas del gerente general, Genaro Navarrete, le pidió opinión a su amigo Alberto sobre cómo abordar la situación relativa al robo de cemento y otros asuntos, De León se limitó a sugerirle que contratase a un especialista jurídico externo, recomendándole que lo hiciese pasar como gerente de personal para así emprender una investigación a fondo y después actuar en consecuencia. Esa era la verdadera función de Gildardo Hidalgo en la fábrica.



Tampoco podía pasarse por alto al químico Miguelito Tres Passos, responsable del laboratorio, que —según el Lico Vidales— por el hecho de ser un apasionado de la poesía había dado una zancada más larga que la realizada antaño por un tal Dos Passos, de oficio escritor y ensayista. La Cachi, esposa de Miguelito, si de dar malos pasos se tratase, en compañía de doña Flora de Vidales —mujer del Lico—, tenía ya un largo trecho recorrido camino a las camas de los ingenieros residentes, hospedados en el casino.



Exceptuando a los comunistas Lico Vidales y al Pipope Hernández, así como al cura libertino, los antes citados podían contarse entre el selecto grupo de personas que acudían como contertulios a las frecuentes veladas musicales organizadas por los Hidalgo, con las que pronto capitalizaron para sí el círculo social formado por los non plus ultra de aquel pueblucho malvado.





III





Como no existía todavía escuela secundaria en la localidad, la empresa tenía destinado un camión tropical para que la chamacada que estuviese en edad de cursarla fuese llevada al pueblo de El Quelite, donde había un plantel de educación media. Ramón Hidalgo y Juana Vidales, al lado de Adelaida Inzunza, del Alain Cota y de mí, cursamos el último año de secundaría juntos; a Martín, a quien supuestamente le iban a mandar a Tucson, Arizona, a cursar el Junior High en una academia de corte militar, al final no sé cómo pero se las ingenió para desechar la espartana oferta de sus padres, pasándosela de golfo en el pueblo.



En lo que transcurrían las idas y venidas a la otra localidad a instruirnos, Ramón Hidalgo empezó a cachondear con Juana Vidales en los asientos traseros del camión tropical. Este era uno de esos, destapados de los costados, por donde la polvareda del camino de terracería nos azotaba sin piedad, propiciando que al final de la jornada bajásemos de ahí, atropelladamente, más polveados que una geisha.



El trato de los Hidalgo con las chicas era a tal grado desinhibido, cínico, diría yo, como el de quien, conociendo de las mujeres hasta sus más recónditos secretos, no encontrara mayor excitación en ellas que no fuesen los placeres fundados en los juegos extremos, en las relaciones peligrosas.



Hasta la fecha, con treinta y ocho años encima, aún me pregunto a cuál de las dos cosas amarían con mayor intensidad los Hidalgo, si al peligro o a las mujeres. Quizás a ambas cosas por igual, como una especie de sucedáneo uno de lo otro.

Esa fascinación que ejercían sobre las chicas me hacía admirarlos y entender cuán diferentes somos unos de otros. En cambio, ni remotamente había chavala que se fijara en mí. «Si no estoy tan tirado a la calle», me reprochaba frente al espejo. Ambos habían sido amamantados e iniciados desde muy temprana edad en las lides del amor por una nana a la que llamaban la Choco, que, por lo visto, su tutoría la hubo ejercido más allá de los cánones que delimitan la crianza de infantes.



Sin temor a equivocarme, puedo asegurar hoy que los Hidalgo, a su temprana edad, tenían ya, desde el punto de vista erótico, una concepción profunda de la mujer, cuando esto solo sucede a un hombre, en la mejor de las circunstancias, con el paso de los años, en que ha adquirido una noción más plena de la sexualidad humana, que mucho tiene que ver en el mundo occidental con el valor de confrontar esa dicotomía absurda entre el espíritu y la carne que nos ha impuesto la cultura judeocristiana, sin ignorar tampoco que este fenómeno está muy vinculado con la libido de cada sujeto y de ahí con su capacidad para compenetrarse del erotismo contenido en la orogenia monumental del cuerpo desnudo de una mujer, cuyo regalo más precioso se manifiesta en la alucinante revelación del mundo divinal cuando el hombre y la mujer experimentan al mismo tiempo el clímax de la fusión sexual, de ser posible, aunado al amor.



Qué mejor comprobación de la actitud de los Hidalgo hacia las mujeres que lo ocurrido un día, a eso de las 10 de la noche, cuando estando yo en su casa, estudiando con Ramón, me dijo:

—Ven, sígueme.



Iba en pantaloncillos cortos y camiseta. En lo que salimos al jardín, en el trayecto que nos dirigíamos a la bardita de arcadas invertidas que dividía su casa con la de Juana Vidales, se quitó por completo la ropa, arrojándola sobre el césped, y, encaramado en la barda, desnudo, se agitó como un primate para luego saltar hacia la casa contigua. Yo, perplejo, aún del otro lado, no alcancé a reaccionar hasta que me volvió a decir quedo: «Sígueme», y salté, mientras él ya tomaba rumbo a la cochera, a un costado del amplio patio, lleno de árboles. Penetró al recinto con capacidad para un par de autos en fila, y allá, al fondo, en cueros, estaba Juana esperándolo.



En mi vida había visto yo a una mujer desnuda. ¡Qué impresionante! Aquella jovencita esbelta que ni se inmutó al verme y que en circunstancias normales me había parecido una chica entre desteñida y lánguida, semejaba en ese momento una diosa colosal. Sentí temor al verla, y hasta tuve la intención de echarme a correr, y no lo hice porque las piernas me temblaban. Ante aquel portento, me pareció inconcebible encontrar quién pudiese tener valor suficiente para ir en pos de aquella diosa-animal: ese fue el pinche Ramón.

Su frío proceder para con aquella divinidad impenetrable me dejó helado. Me sorprendió el alto grado no de precocidad y sí de perversión anidado en el corazón de mi amigo cuando la asió de las caderas, como animal de presa, volteándola culo arriba, al modo de las bestias, y le metió el Sí, señor hasta el tronco.

—¡Ay, papito! —exclamó ella, adhiriéndola luego con fuerza a su cuerpo, al apercollarla de las tetas; mientras tanto, Juana, haciendo contrapeso, se prendía con ganas del guardafango del viejo Buick de su padre.



Ambos fueron paulatinamente experimentando una peculiar metamorfosis: los ojos de Juana destellaban en la oscuridad, como resplandecen los de las gatas, panza arriba, maullando en celo, con el macho encaramado encima. Ahora ya el cuerpo de Juana iba perdiendo su aureola divina, y aquella fuerza imponente que hacía rato me había parecido casi sobrenatural iba diluyéndose de su espíritu al paso que nutría a Ramón de la energía proveniente de sus fauces vaginales, llenando de un vigor encabronado a aquel chico, hecho un sátiro, que le metía el dedo en el culo a la que ya me pareció tan solo una chiquilla fuera de sí, alcanzando el clímax junto con él. Juana desgarró un alarido agudo, pregón de un dolor intenso, casi metafísico, idéntico al de aquel que prensa sus dedos con los goznes de la puerta. En eso, aquel sátiro, patas chuecas, mitad hombre, mitad macho cabrío que Ramón se me figuraba, me miró extasiado, con ojos de borrego a medio morir, musitando:

—Ahora sigues tú.



Me aterró la idea de verme impotente y no poder darle a Juana similar satisfacción. Eso me paralizó por completo.



Y es que, a simple vista, lo que pareciese tan fácil para un hombre no es así, pues lleva tiempo asimilar la dramática fuerza erótica del cuerpo desnudo de una mujer, y más difícil es aún entender a esa que tiene la responsabilidad de transferir el bagaje espiritual, etéreo del mundo de lo invisible hasta vaciarlo en un molde perfectamente sólido, original, bien hecho en su acabado, como lo es el de una criatura recién nacida. Está cabrón.



Tal vez por ese misterioso poder del eterno femenino para transformar lo inasequible en asequible, el hombre a lo largo de la historia ha anidado en su alma una serie de resquemores en torno a la mujer, rayanos en el enmascarado recelo, en el asombro y el miedo; porque, además, siendo las mujeres una especie de imagen encarnada de la naturaleza, de paso, se convierten en el símbolo fehaciente del espíritu que mueve lo oculto, lo velado, los aspectos irrevelables del fenómeno de la creación: un mundo que nos está vetado a los hombres conocer.



Pero lo que más nos espanta de ellas es el hecho de saber que ese ser, llamado mujer, que ha estado bajo nuestro dominio y potestad desde la noche de los tiempos, es, a la vez, la autora de nuestros días y nuestra subordinada; un ser que nos ha engañado desde el génesis de la creación, ocultando su superioridad. De ahí que dentro de los cánones que rigen la moral de las religiones del patriarcado a una mujer se le pueda perdonar casi todo, menos que esté por encima del hombre ―como Lilith, primera esposa de Adán, despreciada por haberse encaramado en él al fornicar―, u otro, que trate de pasarse de lista, siendo infiel. En esto, la visión islámica es implacable con las mujeres.



De ser cierto que María concibió al unigénito de la manera como dice la teología cristiana que lo engendró, entonces hasta José vendría resultando padre postizo del Mesías de los cristianos. ¡Cuán inmensurables son los secretos de que la mujer y la naturaleza gozan!



Si los hombres se temen unos a otros, y se prosternan ante la primacía del más fuerte y poderoso, el encono, la desconfianza y la inconfesable admiración y miedo que la mujer nos inspira, en el fondo es mucho mayor. De ahí que nuestro soterraño resentimiento asuma su verdadero rostro con la vejación y el trato utilitarista y destructivo que cotidianamente ejercemos sobre las mujeres y sobre la naturaleza misma. 





IV





La sola idea de pensar en volver a vivir otra experiencia más de índole sobrenatural en el corto lapso que tenía de conocer a esa familia me hizo retirarme de los Hidalgo. Mas, sin embargo, Martín, rompiendo la rutina que se impuso los primeros meses de su llegada, como fue el enclaustrarse en casa para escuchar La Resurrección, de Gustav Mahler, y leer sobre las aventuras revolucionarias del Che Guevara, en calidad de emisario, llegó un día muy de mañana a casa, con un libro bajo el brazo, y, agarrándome desprevenido en el potrero, ordeñando, me tumbó entre el estiércol, diciendo:

—Aquí te manda Lorna ―e hizo la faramalla de extenderme el libro―.¡De modo que te gusta leer!, ¿no?—dijo socarronamente, depositando el libro dentro de la alforja, colgada al guamúchil.

Se trataba de Canciones a la inocencia, de William Blake.

—Espero que lo entiendas, güey— repuso al retirarse.



Martín Hidalgo, la eterna contradicción andando, de La Resurrección, una obra sinfónica de un poderío casi sagrado —a raíz de que estaba leyendo sobre el Che—, el súper mamón confesaba que había sido decisiva en su presunta adopción del credo marxista. Era un seudomarxista al que obviamente sus prejuicios burgueses no le permitían pensar que un hijo de obrero, como yo, pudiese tener el sentido de belleza y la sensibilidad de chicos ricos y bien educados como él.



No obstante, con respecto al desarrollo de mi natural sensibilidad, debo reconocer que la presencia en mi vida desde la adolescencia de mi amigo y mentor, el cura Serrano, fue un factor contundente. E incluso la de los mismos Hidalgo, principalmente mi contacto con Lorna, que hasta la fecha es fecundo, sirvió para impulsarme a definir que mi destino sería abrazar en algún momento una carrera en humanidades.



A partir de entonces, Martín Hidalgo dejó verse por el pueblo y empezó a alternar con la demás gente, y hasta se puso de novio de Adelaida Inzunza. Desde que nos conocimos los tres, Martín solo en dos ocasiones nos había acompañado a Ramón y a mí a cabalgar o a cazar rumbo a la Mesa de Cacaxtla, de donde, tiro por viaje, traíamos un buen número de piezas de caza menor: huilotas, liebres, armadillos, tejones. Tal vez la excitación tan particular que produce un deporte como lo es el de la cacería fue lo que más tarde impulsó a Martín a acompañarnos con mayor asiduidad.



Un fin de semana al atardecer, por equis o por mangas, decidimos ir de cacería al arroyo seco, en búsqueda del jabalí, que abundaba por la zona, yendo rumbo al poblado de El Recreo. En vez del rifle 22 de siempre, en esa ocasión íbamos provistos de un máuser de la época de Maricastaña que mi padre guardaba en el ropero. Para ahorrar camino, yendo los caballos al paso, tomamos un atajo rumbo a la vía del tren. En el trayecto, tuvimos la sensación de que nos venían siguiendo hasta la llegada al camino que iba de Mármol al pueblo antes mencionado.



Llegando allí, desmontamos y amarramos los animales a la vera del camino. Ya con antelación les había dicho que las bestias no podían llegar hasta el arroyo seco por lo tupido del monte y porque el suelo estaba repleto de güamaras —una planta enana y espinosa parecida al maguey que da un fruto en forma de almendra por demás agarroso—, de tal modo que había que caminar por la espesura cosa de doscientos metros, acción que resultaba un tanto peligrosa de toparse uno con una manada de jabalíes, actuando en bola, a raíz de la imposibilidad de maniobrar con soltura una arma larga en un bosque cerrado. Bajo esas circunstancias, les aclaré que no había alma capaz de aplacar a dichas bestias salvajes, mucho menos en esa época del año, cuando los enormes verracos y sus hembras andaban en brama.



A poco de llegar y estacionarnos en medio del suelo grumoso del arroyo, como a unos setenta metros monte adentro, escuchamos venir un estruendo de los mil demonios:

—¡Aguas! ¡Creo que a’í viene una manada! —exclamé.



Al percatarme de que efectivamente así era, «¡Píquenle!», les dije, señalando hacia un peñasco situado a la orilla contraria del arroyo. Ante el preludio de aquella situación de inminente riesgo, los Hidalgo asumieron una actitud de desesperante parsimonia, y así, con calma chicha, los cabrones me acompañaron al pie de la roca inmensa, conocida entre los rancheros como la calva del cura.

Frente al quebradero de ramas que producía lo que me pareció una especie de estampida de mil jabalíes jetudos, hozando tras su presa, y los ladridos como de jadeantes perros, que de manera decidida venían hacia el punto donde nos encontrábamos, Ramón Hidalgo, fríamente, me quitó el rifle y un puño de balas, ordenando:

―¡De aquí no se mueve nadie!



Martín ni se inmutó, mirando con actitud de hipnotizador de cobras hacia la dirección por donde no dilataba en aparecer aquella marabunta dispuesta a hacernos garra a las primeras de cambio. Sabedor del peligro que entrañaba aquella situación, sentía cagarme de miedo.



Al instante en que Ramón puso el primer tiro en la recámara del rifle y apuntó hacia el lugar preciso, ¡recórcholis!, de entre los matorrales, como tapón de sidra, apareció Memito Boniface, gritando desnudo, con los pelos de punta y los brazos en alto. Atrás de él venía el Cuco corriendo en zigzag, encarando a la manada, a la vez que reculaba ladrando a mandíbula batiente, hincaba los colmillos por aquí y por allá hacia el montón de atacantes, babeando furiosos tras ellos.



En eso, ¡la locura! Retumbó el primer disparo al momento en que Martín Hidalgo, posesionado por un irreconocible instinto animal, liberó un grito pavoroso, y con la misma vehemencia del perseguido salió corriendo al encuentro del muchacho. Al momento en que Martín y Memito se fundían en un abrazo eterno, dejó sentirse otro disparo que resonó aún más potente, congelando la escena al instante en que un verraco colmilludo quedaba como suspendido en el aire, con un hoyanco en el pecho; en tanto, la manada, con el segundo disparo, en chinga metía freno para dar despavorida vuelta sobre sus patas. El tiempo volvió a movilizarse tras el estallido de las risotadas de Ramón. De esa manera fue como Guillermo Boniface, alias Memito, conoció al que de ahí en adelante se convertiría en su principal protector: Martín Hidalgo.



Una semana después de ese suceso, estábamos Ramón, Martín y yo presenciando un juego de fútbol, donde uno de los equipos participantes traía a César Boniface de portero. Como era de suponerse, no dilató el baboso en írsele un tirito dentro de la portería. Con el gol, sentado sobre la hielera atrás de la malla del arco, Memito saltó frenético y empezó a aplaudir más tupido que un palmeador de flamenco. No lo hubiera hecho. Convertido en un energúmeno, el manos aguadas del guardametas arremetió a punta de golpes contra la humanidad del pobre Memo, dejándole, en cuestión de segundos, como un bofe la cara. Y ni quien dijese algo, mucho menos que se animase a detener a aquella bestia desatada, al que la gente le tenía miedo, dado su fortaleza física y la iracundia con que solía reñir cuando se trenzaba a golpes. Y es que los chingazos duelen.



Con mirada de lince, Martín se incorporó, agarrando un zapato de fútbol, con taquetes de acero en las suelas, y, decidido, fue hasta César. ¡Sopas!, le dio el primer golpe en la cabeza, de la que brotó sangre a borbotones; y ¡rájale!, vino un segundo putazo bien dado en la cara.«¡Ay!», emitió un obsceno chillido, gritando después: «¡Me desfiguró! ¡Me desfiguró!», al tiempo que huía con su larga nariz hecha un moco de guajolote.



Memito Boniface, ensangrentado del rostro, con su dulcísima mirada azul y su sonrisa chimuela, acarició el rostro de Martín Hidalgo y se abrazó de él, depositando ese sagrado templo que era su cabecita de chorlito en el regazo de su amigo, en tanto le decía a Martín:

Jue gol, ¿veldá?



Luego, empezó a chuparse el dedo pulgar como un bebé. Mirando al vacío, Memito fue lentamente cerrando sus ojos hasta quedar dormido sobre las piernas de un Martín ―sentado en la hielera―, asemejando, de Miguel Ángel, a La Piedad revivida, deteniéndole con una toalla la hemorragia de una de sus cejas.





V





Era un domingo primero de agosto, inicio del ciclo de Lughnasad. En tal ocasión, mi padre me había enviado en busca de unos becerros. Andando a caballo por el cerro de Tecojobichi, me olvidé de buscar los animales y me dispuse a contemplar el mar desde lo alto. Al poco, cual fantasma, Lorna Mendívil apareció llevando en sus manos un maletín de pinturas y un caballete, sorprendiéndome.

—Pero ¿qué hace usted aquí, sola, en el monte?— pregunté.

Sin mayor preámbulo, al pasar a mi lado cuesta arriba, dijo:

—Acompáñame.



Me fui detrás de ella rumbo al extremo norte del cerro hasta llegar a un sitio plano desde donde se divisaba la bocanada del estero y la ribera curvada de la playa, cuya arena, con la luz solar, brillaba intensamente, conformando sobre la orilla del mar una delgada senda áurea que se perdía en la lejanía hasta llegar al poblado próximo, Estación Dimas.



Llegando allí, se quitó el sombrero ranchero, de palma, que llevaba semihundido sobre la cabeza, abrió el maletín de pinturas y extrajo un estuche que poseía polvo de tiza, con la que trazó sobre el suelo un círculo perfecto como de tres metros de diámetro y luego dibujó dentro un pentáculo, cuya arista principal apuntaba directo al Norte. Me imaginé al Hombre de Vitrubio, de Da Vinci, acostado, escrutando el cielo, en medio de aquella circunferencia. Acto seguido, se despojó de la ropa y se paró en medio de aquella figura, y con un atame que previamente había sacado de entre sus pertenencias enfiló aquella hoja de metal hacia el septentrión, rasgando en el cielo la forma de la estrella de cinco puntas.



De súbito, el sitio aquel se convirtió en un vórtice de fuerza, expandiéndose la energía como una ola de mar que reventó encima de mí, siendo arrasado por aquella poderosa energía. Enseguida, me vi inmerso en una atmósfera letárgica, pensando que me había muerto.

—¡Chis, chis! —alguien me llamaba a mi espalda. Volteé.

Era Lorna, en cuclillas, que me extendía sus manos desde un cubo de piedra negra:

—Ven, ven.

Tambaleante, como pisando sobre hule espuma, llegué hasta a ella y me metí entre sus piernas, y al acercar mi rostro al suyo, dije:

—Lorna, ¡qué increíble! En tu faz veo mis vidas como si lo viese en un espejo. Me doy cuenta de que en realidad no soy ningún joven, sino un demon luciferino que me impulsa a preguntarte, ¿acaso no seremos solo eso?



Luego, repuse:

—¡Lorna, mi tierra y mi cielo!, hablando como el hombre que desde lejanas vidas ha sido tuyo, descubro que aún lo sigo siendo, y siento una felicidad enorme al poder reconfirmar mi realidad. Sin embargo, he tenido que afrontar una inmensidad de noches solas y una cama vacía sin ti… Supongo que no has olvidado el trajinar interminable de mis añejas luchas contra esos enemigos eternos con los que me enfrento cada noche: somos puros demonios que, tras contemplarse siempre con particular odio, también se miran con la amorosa pasión de los enemigos irreconciliables que han sabido encontrar en sus hondas diferencias la única razón de existir. Cuando entramos en batalla, se afilan atroces las puntas de mi greña dorada, y, monstruoso y vil, blando mis armas, haciendo tronar el culo de aquellas feroces y antiguas inteligencias que nunca acabo de extinguir. Al final, sé que no hay fin; solo me queda el regocijo de verlos aplastados como piojos. En la tregua, veo cómo las ánimas de la basura, voraces, dan cuenta de sus despojos, hartándose hasta la saciedad. Luego, me disfrazo de querubín y me digo: «¡Qué lindo es sentirse bueno y bonito!», para ir a visitarte en tu pagoda donde resides y testimoniar que eres la mismita desde antes de que Dios creara este mundo loco. He ahí, tú, pues, Lorna, bajada de tu pedestal, recostada sobre esos almohadones de color añil, estampados de lágrimas y pajaritos, llamándome con tu lengua de leona, dispuesta a aquietar mi ardor. Y me deleito con la venustez de tu cuerpo, permaneciendo un tiempo sin horas, enverijado contigo, entrañándonos hondo, atándonos y desatándonos en múltiples formas hasta acabar con una encarnación y comenzar otra, amándonos con distintos cuerpos y distintos rostros, con más fuerza que nunca, embebiéndonos la eternidad empapados de sudor y semen, Lorna mía, mujer de mil caras y de mil cuerpos: ¡te quiero mucho!





VI





La primera gran sorpresa que nos sacudió a Lorna y a mí, llegando al pueblo, fue encontrar a Tomasín Navarrete, como mosca chamuscada, colgado de la malla de alambre electrificado que él mismo había mandado instalar sobre la barda de su casa, con el fin de evitar que los chiquillos robasen los mangos de su patio.



La escena era francamente grotesca. Medio pueblo arremolinado afuera de la casa, presenciando la espectacular bajada de un cuerpo que inicialmente se resistía a destrabarse de la malla de alambres de púas. A lo alto, con los pelos tatemados, estaba el viejo entre los alambres, asemejando el monigote de Judas que queman el sábado de malhumor, en el preámbulo de las fiestas carnestolendas de Mazatlán. Los trabajadores que participaban en aquella operación con visos de imposible, como era bajar el cuerpo sin romper la malla, terminaron dándose por vencidos, rompiéndola. En vilo, aquel camastro de noventa kilos se les vino encima desde arriba. ¡Pof!, como papayo reventado sonó el cadáver de Tomasín Navarrete al estrellarse en el suelo del patio.



Por boca de alguien nos enteramos de que se trataba de un homicidio, cuyo presunto perpetrador había sido el Fausto —el hijo de Petra, la boletera del cine—, al que los Goyos habían llevado en calidad de detenido; a Ramón Hidalgo, como testigo presencial de los hechos, le tocaría contar de manera pormenorizada la historia de aquella tragedia ante el Ministerio Público de Mazatlán.



Sucede que ese día Gildardo Hidalgo envió a su hijo Ramón a recoger a casa de don Tomasín un sobre con documentos confidenciales. En el ínter en que llegaba el chico a casa del viejo exhacendado, este, con ayuda de su coscorroneado ayudante —el Fausto—, se disponía a desenchufar la palanca de la corriente eléctrica para subir por la escalera, empotrada en la pared, y bajar los restos de los zanates que, de vez en vez, se quedaban atorados en el alambrado, electrocutados.



Según sendas declaraciones en el Ministerio Público, a la llegada de Ramón de visita obligada, por lo visto, don Tomasín desistió de bajar la palanca para ir al interior de la casa en busca de los documentos requeridos, mientras los dos chicos se quedaron platicado afuera, en el jardín.



Al salir don Tomasín Navarrete del interior de casa con un sobre carta en mano, se le ocurrió pedir al Fausto que buscase una caja vacía y el varejón para cortar mangos y llenarla, ya que, aprovechando la presencia de Ramón Hidalgo, quería enviárselos al licenciado Hidalgo en calidad de presente. De esta operación, que duraría cosa de media hora o poco más, se ocuparon los tres. A raíz de que el Fausto, con su pata de trapo, no podía encaramarse a una escalera, al final de la recolecta don Tomasín le ordenó a su lacayo que ayudase al hijo del licenciado a llevar aquella caja hasta casa de los Hidalgo, en tanto se dispuso a subir a la escalera para derribar los pajarracos muertos, atorados sobre la malla de alambre.



Los chicos fueron los últimos en ver a don Tomasín desde la banqueta, que, asomando la cabeza desde lo alto del cerco, dio órdenes al Fausto de que luego de hacer ese mandado fuera avisarle a Petra ―su madre― que el general requería de su presencia, pues le urgía que le tocara el cornetín antes de echarse una siesta.



«¡Toma, paloma!», el Fausto contestó, chocando con fuerza el puño derecho de su mano contra la palma abierta de su mano izquierda, al zambullir con fuerza el dedo índice de su mano derecha entre el índice y el pulgar de su otra mano. De ahí el reparo de don Tomasín al prenderse del cerco y ver como último acto de su vida al renguito, osado, pintándole un violín. Sobrevino la terrible descarga eléctrica que, acompañada del estallido del transformador empotrado en el poste, mató instantáneamente al viejo atorado en la malla de alambre.



A pesar de la contundencia del testimonio de Ramón Hidalgo respaldando la inocencia del presunto homicida, Genaro Navarrete hizo lo que estuvo a su alcance en el Ministerio Público por refundir en la cárcel al desdichado renguito y así saciar su natural inquina y  menosprecio que sentía hacia la gente pobre, círculo social al que pertenecía la amasia de su padre.



―¿Estás seguro, Ramoncito, de que el mugroso ese no alzó la palanca de la luz para que mi padre se electrocutara, estando allá arriba?―Genaro Navarrete escrutó al hijo del licenciado Hidalgo durante las declaraciones.



—¡Como Dios está en el Cielo, don Genaro! ¡Se lo juro! El rengo aquí nada tuvo que ver— contestó el hijo del gerente de personal, fingiendo un tono despectivo.

A la hora del ahora, Genaro Navarrete fracasó en su intentona de hundir al Fausto en la correccional y el chico fue liberado por falta de pruebas.



Respecto del sobre papel manila con documentos confidenciales que había ido a recoger el hijo del gerente de personal a casa de don Tomasín, estos formaban parte de una delación, enviada desde Culiacán de manera anónima, dando pelos y señales en torno a las actividades de la banda de ladrones de cemento al cabo de todos esos años.



El o los remitentes de tan interesante revelación de manera taimada habían cuidado bien de mandar aquella delación segmentada en dos porciones: una parte la había recibido Gildardo Hidalgo y la otra, don Tomasín Navarrete, aclarando a los destinatarios quién tenía una porción de los papeles y quién la otra, así como el número de cuartillas que componían el pliego acusatorio. Estaba claro que el o los posibles remitentes de la acusación no solo desconfiaban de ambos funcionarios, sino que, por la manera perversa en que había sido enviado aquel pliego, sabían perfectamente bien que, más allá de que se descubriera la verdad, lo que en realidad estaban propiciando era un choque de trenes del cual nadie podría jactarse de salir bien librado.



Gildardo Hidalgo, como responsable de aclarar el caso, en vano esperó varios días a don Tomasín Navarrete para sentarlo a la mesa a discutir el asunto. Fue hasta la mañana del día en que murió el viejo, en presencia de don Alberto De León ―amigo del accionista principal de la compañía― traído ex profeso como elemento de coacción, en que Hidalgo mostró su parte del documento original, a la vez que exigía a don Tomasín que entregase la otra fracción en su poder.



Luego de que don Tomasín leyese la parte del escrito que le había mostrado el licenciado Hidalgo delante de don Alberto, adujo la poca autenticidad del pliego acusatorio y la indiscutible cobardía de los posibles autores, explicando al licenciado Hidalgo que por eso no se había tomado la molestia de discutir con él una cosa que a todas luces le parecía irrelevante, asegurando que cuando quisiese el gerente de personal tendría a su entera disposición el resto del documento en su poder.



De tal suerte que don Tomasín Navarrete, con desenfado, acabó por sugerirle a Gildardo Hidalgo que durante la tarde enviase a un propio a su casa para entregarle la parte de la denuncia que estaba en sus manos. Fingiendo el mismo desenfado, Hidalgo le tomó la palabra y, para demostrar no haberle dado mayor relevancia al asunto, le dijo a don Tomasín que enviaría a uno de sus hijos por los papeles requeridos.



En la parte del documento delatorio en poder de Gildardo Hidalgo aparecía, como primer acusado de la lista, el hermano de Casimiro Boniface, llamado Apolinar —padre de César y Memito—, que, como jefe del departamento de embarques, en complicidad con el grupo de pesadores, era culpado de alterar las básculas y robar los excedentes de cemento de los pedidos destinados a grandes constructoras e importantes distribuidores para luego sacarlos de la fábrica durante las noches. En segundo término estaban los peces gordos del sindicato, el Pipope Hernández, secretario general de dicha organización, y su rival en amores, el Queto Buenrostro, encargado de la cartera de conflictos laborales y novio de la Chenta Lizárraga, jefe del almacén de la empresa.



Esa noche de la muerte de don Tomasín Navarrete, acompañado de las autoridades policíacas, Gildardo Hidalgo realizaba cateos en  la fábrica durante el horario nocturno, sometiendo a una exhaustiva revisión a los de la zona de embarques.



Esta desmoralizante acción de tratar de sorprender a los pesadores con minuciosas revisiones relámpago, Augusto Fuentevilla —el superintendente— la había llevado a cabo una y mil veces, sin encontrar resultado positivo alguno; sin embargo, aquella noche el licenciado Hidalgo y las autoridades policíacas lograron torcer a los pesadores en turno con un cuantioso cargamento robado, aparte de demostrar que las básculas estaban alteradas.



Tras la confesión de los pesadores, al amanecer, Apolinar Boniface era sacado por la judicial en paños menores de su casa; por lo que al Queto Buenrostro y al Pipope Hernández se refiere, no pudieron esa vez echarles el guante porque andaban en Mazatlán con la Chenta Lizárraga, Lico Vidales y el cura Rutilio Serrano.



Despuesito de eso, sobrevino la ronda de negociaciones para la firma del contrato colectivo entre la empresa y el sindicato, la cual dio inicio en un ambiente de cabal tensión, agravando el asunto la inexplicable desaparición del cura Rutilio Serrano, que desde la visita al puerto no se le veía por Mármol y de quien rumoraban que el Pipope y el Queto lo habían secuestrado, presumiblemente porque sabía de sus andanzas y temían que fuese a delatarlos.



El Pipope Hernández y el Queto Buenrostro, como cabezas del sindicato, con una serie de amparos judiciales en el bolso, incluyendo uno en contra de una posible acusación dolosa en torno al presunto secuestro del cura putañero, llegaron con sus abogados a la junta previa, dispuestos a jugarse el todo por el todo, amenazando, de entrada, con emplazar a huelga si la parte empresarial no accedía al cumplimiento de una serie de irresolubles peticiones, que, de haber tenido oportunidad de conocerlas don Tomasín, lo hubiesen fulminado de nuevo: cien por ciento de aumento salarial, construcción del Casino Obrero, inmediata liberación de los obreros consignados por delito de robo, así como la anulación por parte de la empresa de una facultad que solo competía suministrar a los ayuntamientos, como era el servicio de seguridad pública: cero policía privada en el poblado.



La huelga no se hizo esperar. De la noche a la mañana, las mantas rojo y negro pendieron de los portones de la fábrica; la oficina particular de Gildardo Hidalgo, instalada en su casa, fue habilitada como centro de negociaciones, de la que funcionarios y abogados entraban y salían con la cola entre las patas, en medio de las miradas de unos obreros con boinas al estilo Che Guevara que, con actitud intimidatoria, hacían guardia afuera de las instalaciones, encaramados en la bardilla exterior de la residencia del gerente de personal.



A punto de salir a la Ciudad de México para negociar el conflicto directamente ante el Congreso del Trabajo, se presentaron dos acontecimientos que fortalecieron la causa de Gildardo Hidalgo y de Alberto de León, los más interesados en favorecer al señor Patterson, presidente de la San Luis Mining Company.



En primer lugar, llegó un mensajero procedente del municipio de Elota con un recado de suma importancia para el gerente de personal. Se trataba de un individuo con un ojo gacho, que con dificultad hubo penetrado al recinto de negociaciones, solicitando hablar a solas con Gildardo Hidalgo.

—Le traigo una encomienda de su hermano —dijo el enviado.

—¿De quién…? ¿De Ángel? — Hidalgo inquirió, intrigado.

—No, de su hermano Rutilio, que está en la cárcel, allá, en Elota.

—¡Ah, caramba! A ver, démelo.



La nota decía así: «Estimado licenciado: Dispense el atrevimiento, pero no tengo a quién recurrir. Como usted podrá constatar, estoy enchiquerado aquí, en la cárcel, sin dinero y sin identidad. Usted sabe, los curas somos ciudadanos de tercera en este país. Se trata de una cuestión baladí que, incluso, si otras fueran mis circunstancias, me fuera mucho más fácil afrontar todo esto. Pero no. Ocasionalmente, en los sanitarios, encontré un pedazo de periódico, en donde, para mi sorpresa, leí la nota de la huelga en la fábrica y lo relativo a mi aparente secuestro. Como usted podrá constatar, no es cierto eso. Lo que sí sé es que ahora mi situación se ha complicado más de la cuenta. Me pongo a merced suya. Por favor, ayúdeme de la mejor manera; no creo que tenga que sugerirle lo que deba de hacer por mí. Sáqueme del bote, si le es posible. Su amigo, Rutilio Serrano».



Gildardo Hidalgo hizo esperar en el jardín unos minutos al mensajero, se disculpó con los ahí presentes y abrió una puerta y pasó a su casa, pidiendo a su mujer que lo acompañase. Sin más, subieron a la camioneta y partieron rumbo a Elota, en compañía del hombre con el párpado alicaído.



Resulta que Rutilio Serrano, el día de la ida a Mazatlán, andaba baile y baile en el bar El Navegante del Hotel de Cima con una chamaca monumental, y ya picado, sin avisar a sus acompañantes, escapó con ella hacia el pueblo de Elota a proseguir la parranda en la feria de esa localidad, donde el padre de la chica malamente jugaba el doble papel de jefe de policía y juez de barandilla.

En Elota, Serrano y su amiga ocasional se divirtieron de lo lindo hasta la madrugada, y llegado el momento de la verdad, en un cuarto de la Posada Miraflores, el cura, atónito, descubrió tamaño fraude al comprobar que la rutilante güera no era la mujerzuela con la que deseaba pasar la noche, sino un travestido como de uno ochenta de estatura.

―¡Hijo de tu pinche madre!―espetó el cura, propinándole al tipo un manazo en la cara.



Ante la reacción del cura, el travesti, enojado, dijo:

―¡Mira qué cabrón este! De modo que matas al tigre y ahora resulta que te asustas con el cuero.



Y se armó el borlote.



Tras los corrugados vidrios ambarinos de la ventana situada rumbo al pasillo, a contraluz, los huéspedes, impávidos, divisaban cómo las dos siluetas daban inverosímiles piruetas por los aires, acompañadas de gritos feroces y gemidos lastimeros que se entremezclaban de manera confusa.

«¡Un hombre está matando a su vieja. Por favor, llame a la Policía!», había dado aviso una señora al dueño de la posada.



Llegó la Policía, y en lo que trataban en vano de tumbar la puerta, por obra y gracia del Señor de las Aflicciones, esta medio se abrió para luego cerrarse; se abrió justo el tiempo necesario como para que Rutilio asomase la cabeza, gimiendo una desesperante plegaria:

―¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Me mata!



Ni por la zarabanda recibida escapó el cura Serrano de pasar poco más de una semana en la cárcel, por órdenes inapelables del padre de la agraviada, el jefe de la Policía y juez calificador del pueblo. Sin embargo, de este incidente, fuera de Gildardo Hidalgo, Lorna Mendívil y los Goyos, que se enteraron después, nadie jamás supo nada. Así fue como pasaron los Hidalgo de ser buenos conocidos del cura a fincar una entrañable amistad entre ellos. Al rato, Gildardo Hidalgo le consiguió al cura Serrano una charola falsa de policía judicial, por si lo volvía agarrar la preventiva le sirviese de identificación.



Los Goyos, siendo policías, llegaron a enterarse del percance sucedido al cura, previniéndolo con perfecto conocimiento de causa que tuviese mucho cuidado con los putos:

―¿Sabe qué, padre? Aquí, en Sinaloa, las viejas y los putos son como los gallos: entre más chile les da uno, más bravos se vuelven los cabrones.



Pero el acontecimiento más relevante para los fines que perseguía el licenciado Gildardo Hidalgo fue que la Chenta Lizárraga, conociendo las graves inculpaciones que recaían sobre su amasio, antes que nada, empezó a desgranar la mazorca, proporcionando a Gildardo Hidalgo información muy comprometedora en torno al más importante de los Boniface ―Casimiro―, relacionada con su participación directa en los jugosos robos a la fábrica y en los que, según la Chenta, el Queto Buenrostro solo había participado de mandadero, yendo a cobrar el pago de cemento robado y a depositar el dinero a una cuenta bancaria. La información de la Chenta Lizárraga, cotejada con la parte del pliego delatorio que estuvo en manos de don Tomasín, corroboraba que era verídica. El problema de Gildardo Hidalgo era ahora demostrar ante el juez la culpabilidad de los demás implicados.



A cambio de la completa exoneración del Queto, la Chenta Lizárraga negoció con Hidalgo la renuncia de su novio, sin un centavo de indemnización, para que no pusiera un pie en la cárcel, entregando, como prueba de los ilícitos, una parte de las fichas de depósito de cuantiosos cheques expedidos por los compradores y depositados a nombre de Casimiro Boniface en diversas instituciones bancarias.

―¡A quien Dios se la dé, San Pedro se la bendiga!― Hidalgo dijo.



Días más tarde, la policía sacaba, de bruces, a Casimiro Boniface de su casa, pintando con las puntas de sus botas dos surcos en el jardín fuera del porche.



Al conocer la noticia del paradero de su entrañable amigo, a Augusto Fuentevilla le dio un soponcio que lo mantuvo una semana con chiqueadores de albahaca en las sienes. De ahí en adelante, el odio hacia los ateos Gildardo Hidalgo y Alberto De León adquiriría tintes imborrables:

―¡No más tertulias musicales en casa de los Hidalgo!― Augusto sentenció a su mujer.



Negociada también la participación del Pipope Hernández ―secretario general del sindicato― en esta serie de ilícitos, el sindicato hizo a un lado sus extravagantes peticiones y la huelga dio por concluida, no sin antes acordar las partes un cuatro por ciento de aumento salarial a la masa obrera y la admisión de la policía municipal en la vigilancia del pueblo, pasando ahora la Policía, en vez de servir al patrón, a las órdenes del gremio sindical; es decir, a servicio del Pipope Hernández, que se alió a don Leano ―suegro de Genaro Navarrete― y sus matones para poner en jaque a todo lo que oliese a Gildardo Hidalgo. Don Heracleo y los Goyos retornaron a la nómina de la fábrica con el puesto de veladores, limitando su labor de vigilancia al resguardo de la zona residencial, aunque su tarea primordial era cuidarle las espaldas al gerente de personal.




La Chenta Lizárraga y el Queto Buenrostro se esfumaron de Mármol; mientras que la Doris, esposa de Buenrostro, como si nada hubiese sucedido, pasó a convertirse en dueña de la farmacia del marido y concesionaria de la oficina de correos, contratando al Alain Cota como dependiente del negocio.



Transformado su despecho en venganza contra Augusto Fuentevilla, como al mes, desde un sitio desconocido, Gildardo Hidalgo recibió otra serie de documentos enviados por la Chenta y el Queto, donde exhibían a Fuentevilla como la cabeza de la organización delictiva que había vilmente saqueado la empresa durante años, último punto del pliego delator completo. Hidalgo, poniendo a buen recaudo tan espinosos papeles, quedó a espera de utilizarlos en su debido momento. Por esos días también, Gildardo Hidalgo, saliendo de la fábrica, fue abordado por el individuo que originalmente envió el pliego delatorio desde Culiacán, manifestándose solidario con la causa de la empresa. 





VII





Evocativo ejemplo del pésimo tino que Doris de Buenrostro tenía para elegir hombre fue su relación con el Alain Cota que, de simple empleado vespertino de la farmacia, rápido pasó a ser casi el dueño del negocio de la patrona. Sobre su amorío con el Beto, optó el Alain por arrinconarlo en el baúl de los recuerdos inconfesos. Luego, muy tiquismiquis, dejó hasta la escuela para emplear su tiempo mañanero en asistir a una escuela de cultura de belleza y modelaje, en Mazatlán.



De todos modos, la Doris, ciscada por lo ocurrido con el exmarido, le preguntaría al Cota en más de una ocasión:

—¿Es cierto, mi amor, que te andabas tirando al Beto?

—¿Quién, yo? ¡Asco el viejo! —el Alain contestaba hipócritamente.



El Beto, con uno sesenta de estatura cuando mucho y ochenta frondosos kilos, agobiado por el rompimiento, en un par de meses se vio hecho una tripa lavada y, de un tiempo acá, la plebe le choteaba con el apodo de la Tigüi.



No lo calentaba ni el sol, incluso luego de comprobar que las vestimentas de los santos volvían a quedarle ni mandadas a hacer. Para confort de su alma, un día recibió una postal y una nota dentro de un sobre procedente de la Península Ibérica, enviado por una tal Carmen Paloma del Rocío de Buenrostro, mejor conocida en Mármol y sus alrededores como la Chenta Lizárraga, su amiga adorada y confidente, con quien antaño pasara días de completa felicidad, compartiendo hasta el chicle de la boca.

―Me las pagarán― el Beto balbuceó antes de leer la postal a través del altoparlante del cine.



En aquel mensaje, el exjefe de almacén le decía que, por mientras, el Queto y él vivían en Sevilla, pero que con los ahorritos juntados al cabo de tanto tiempo de trabajo su viejo ya andaba buscando comprar casa en la Costa Brava, lugar donde tenían planeado establecerse en definitiva. Al final, la Chenta se despedía con casta gitana: «Besos para todo Mármol; aunque tengas que lavarte la boca con lejía y sellarte los labios con agua bendita, dale a la Doris uno de mi parte».



No satisfecho, el anunciador del cine y sacristán habría de agregar otras tantas cosas más de su cosecha contra la Doris y su Alain querido, embarrando incluso hasta al Pipope Hernández al divulgar por la radio del pueblo ―el altoparlante del cine― que también era gay. Obvio que las infidencias dichas por el Beto colmaron la paciencia de los agraviados; pero antes de que la Doris y el Alain tomasen cartas en el asunto, el Pipope se les adelantó, enviando a sus energúmenos policías para que sacasen al anunciador de la dulcería del cine y lo llevasen a chirona, a rastras por medio pueblo.



Al poco de salir de la cárcel el Beto, el Pelón Inzunza, aprovechando las ausencias del padre Serrano entre semana y la presencia del sacristán en el recinto vacío, haciendo el aseo, fue a verlo para emperifollar a los santos con el nuevo guardarropa, enviado a confeccionar por Augusto Fuentevilla y Carlos Flores.



Ese día, el sastre había ingresado al recinto por la puerta lateral que daba a la sacristía. El sitio se hallaba casi en penumbra; los maniquíes de los santos estaban sin ropaje, enfilados entre las bancas después de haber sido bajados de sus nichos, instalados a una altura de casi tres metros.



―No cabe duda: el hábito hace al monje― el sastre dijo al contemplar aquellos monos de tamaño natural, parados en fila india en los pasillos laterales. Solo, con las puertas del templo cerradas, se sintió como aquel que al cabo de los años de estar repetidamente presenciando una obra teatral de magnificente fuerza, como es la ceremonia de la misa, solemne va tras bambalinas a felicitar a los actores, percatándose entre el andamiaje circundante y las piezas de escenografía de la insolente ordinariez de espíritu que proyectan los histriones fuera de la magia del escenario. «¿Será la parafernalia del teatro obra de farsantes profesionales o labor de seres con facultades mediúmnicas?», pensó.



El súbito descubrimiento de un detalle chusco entre aquellos maniquíes lo hizo pasar de la reflexión al alarido de risa: eran las piernas peludas del Beto que, reclinadas en el respaldo de una banca, asomaban entre la hilera de asientos. Luego, lleno de estupor, comprobó que el sacristán estaba muerto, y para acabarla, disfrazado de santo.



Causó consternación en el pueblo la muerte del anunciante del cine y sacristán de la iglesia,  rumoreándose por el pueblo una sarta de babosadas sobre las causas de su trágico deceso: que si el Pipope, no satisfecho con darle una paliza y meterlo a la cárcel por lo que había dicho el Beto por el altoparlante, de pilón, lo había mandado matar. O que a lo mejor el Beto había llamado a escondidas al Alain Cota para hacer las paces, pero ya estando ahí solitos, el sacristán había tratado de besuquearlo justo en el momento en que la Doris irrumpía en la parroquia, agarrando de paso un candelabro para terminar por asestarle un golpe en la cabeza. Otra era que, habiendo ido el Cota a ver al Beto a la iglesita, lo encontró encaramado en los nichos, posando vestido de santito, y que el sacristán, al percatarse de su presencia, corrió a brazos de su amado desde el lugar menos propicio, yéndose al vacío desde tres metros de altura.



Sobre las extrañas circunstancias en que murieron don Tomasín y el Beto, después vino a mi mente la sentencia aquella que una vez me dijo Lorna: «El crimen perfecto no lo hace el que lo planea, sino la ocasión».



A partir de las muertes de don Tomasín y del Beto, en el pueblo se desencadenaron una serie de acontecimientos tan inusuales como terribles. Después ocurrió la explosión de la bodega de dinamita en Caleras, donde lamentablemente fallecieron don Alberto De León y su asistente, el Chalo Alarcón; accidente que dio mucho de qué hablar entre la gente y mucho de qué pensar a Gildardo Hidalgo, quien de inmediato reforzó la seguridad de su familia y la de él, haciendo salir del pueblo al Fausto y a la Petra, a petición expresa de su hijo Ramón. Frente a Augusto Fuentevilla y Genaro Navarrete, el licenciado Hidalgo optó por manejarse con mucho mayor tiento que nunca.



Aprovechando la confusión del velorio y el entierro de unos cuantos despojos dentro de unas cajitas metálicas, ese día la Cachi de Tres Passos y doña Flora de Vidales jalaron a sus chiquillas con todi y muebles, y escaparon del pueblo con unos jóvenes residentes, dejando a Miguelito Tres Passos y al Lico Vidales pariendo chayotes, solos, en medio de un par de salas vacías, rodeados de habitaciones desiertas.



Este duro golpe propició en Lico Vidales un cambio diametral en su vida, ya que de marxista recalcitrante pasó a convertirse, en no mucho, en pastor de los testigos de Jehová, yéndose a residir a Tepic cuando se dio la ruptura con su cofrade ideológico y compañero de farra, el Pipope Hernández.



Y es que Vidales, habiendo cambiado la bebida por la Biblia, en una de esas guarapetas de un mes que agarraba el secretario general del sindicato, un día recaló en casa del Lico, en busca de alcohol, y como Vidales no tenía a la mano más que el dolor del abandono, tomó el primer envase que le salió al paso: era una botella de tequila en la que doña Flora guardaba una loción para combatir los piojos de las chiquillas, compuesta de vínicos y jabón Lirio para lavar ropa, además de un poco de alcanfor, cuyo contenido el Pipope se embebió de un jalón.



Luego de varios días, medio recuperado de la intoxicación, el Pipope Hernández, echando aún pompas de jabón por la boca al hablar, llegó a casa del Lico en compañía de sus polizontes, advirtiéndole que preparara sus cachivaches, porque a partir de ese momento iba a ser expulsado del pueblo por traidor a la causa comunista, al venderse como Judas al sanedrín de la reacción.

—¡Confiesa, gusano! Dime si fue Hidalgo el que te mandó a envenenarme— el Pipope reprochaba.



Lico Vidales, moralmente desecho, harto de Mármol, partió de ahí para nunca jamás volver.



Ya antes lo había hecho Miguel Tres Passos sin tanto barullo, yendo hacia Guadalajara, su tierra natal. Tiempo adelante, logró destacar como crítico de arte y como maestro de literatura. Con los años, por casualidad, me tocó leer sus artículos en el periódico El Informador de aquella ciudad.





VIII





Cuando conocí a Jazmín Hilario, hija del ingeniero Jaime Hilario, un hombre de las confianzas de Gildardo Hidalgo que hizo traer de Tijuana para sustituir a Casimiro Boniface, yo leía El muchacho persa, de Mary Renault, en la biblioteca de los Hidalgo.



En cuanto la vi, inmediatamente la asocié con Bagoas, el joven eunuco, efebo de Alejandro Magno. Como acto reflejo, hice lo que regularmente hago cuando estoy por primera vez ante una mujer interesante: me fijo en los zapatos que calza. Esta manía en mí tiene un fin mucho más revelador. De niño, solía mirar los zapatos de las mujeres, buscando los pies. Los pies de una mujer dicen mucho de su temperamento, de su raza y hasta de su aseo personal.



Es muy raro que a mí me gusten los zapatos blancos; se me hacen vulgares tanto en hombres como en mujeres, por más finos que sean estos. Incluso, se ven más horrendos en los caballeros que en las damas. A Jazmín Hilario la conocí calzando unos coturnos blancos, destapados, de correas muy finas, con gruesas suelas de corcho. Sus pies, de regular tamaño, me cautivaron. Ni delgados, ni anchos. Sus dedos cabezoncitos, bien redondeados, que a primera vista —desde el dedo gordo caían en suave pendiente hasta llegar al más pequeño de sus artejos— daban la impresión de ser todos del mismo tamaño. Pero no. Sus uñas, puestas como bisutería fina, lucían pintadas de un tono rojo escarlata. Sus talones lisos y transparentes se entroncaban a unos gruesos tobillos, y de uno de ellos, del izquierdo, pendía una fina cadena de platino con una figa colgando. Su cuerpo se erguía sobre unas piernas poderosas y bien torneadas, como de bailarina. Sobre el fino yérsey de su vestidito, color pistacho, la ingle y el bajo vientre, en conjunto, dibujaban una V de victoria. Tenía un culito que invitaba hasta al más santo a tocarlo. No llevaba sostén para hacer resaltar las borlas deleitosas de sus pezones. «Copa 32-B, o C cuanto mucho», pensé al ver sus tetas. Tal vez por ese tipo de rostro suyo, con cierto aire masculino, al principio asocié a Jazmín con Bagoas.



Me llamó mucho la atención la perfecta concavidad de su frente, en sintonía con la redondez del nacimiento de su negro pelo ondulado. Unas espesas y arqueadas cejas daban un especial equilibrio al óvalo de unos ojos expresivos, de color verde claro. El tabique era ligeramente grueso para una mujer, que, a simple vista, bien pudiese tipificarse como de nariz respingada, aunque no del todo. Sus labios carnosos eran una descarada evocación a realizar las diabluras más increíbles. Sin embargo, no podía desembarazarme de la idea de que, a lo mejor, estaba frente a un bello freak, mitad mujer, mitad hombre: un andrógino, o quizás un transexual.



Jazmín llegó en compañía de Albertico De León y de su novia, Rita Hidalgo, que al cumplir los dieciséis salió embarazada y, sin previa acta de matrimonio, empezaron a vivir juntos, y entonces el chico pasó a ser parte de esa familia, viviendo como otro hijo más al que habría que seguir educando. Rita nos presentó, y a partir de allí Jazmín y yo fuimos inseparables, hasta el día que fui a recalar al seminario al lado de Martín.



Jazmín tenía veinte años cuando la conocí y fue la mujer con quien de manera tangible, objetiva, hice por primera vez el amor. Con ella fue también con quien Martín y yo fumamos mota por primera vez, y seguimos haciéndolo durante un tiempo de nuestras vidas: fue una temporada de viajecillos sabrosones, aderezados de una sensación de gozo interior y libertad personal indescriptible, como nunca jamás he vuelto a vivir.



Por eso y otras cosas, la tercera de las mujeres insustituibles para mí es inolvidable. Jazmín es inolvidable porque me dio acceso a un mundo donde por principio queda prohibido prohibir. Es inolvidable porque me hizo, además, olvidar la obsesión vil de los seres humanos a martillo clavados por una agitada esperanza que trastoca las ansias de vivir y de hacer lo inusual, algo descabellado, sin rienda. Con Jazmín supe lo que era la sed de infinito y paladeamos, juntos, el ser realización viva, ser sin muerte, ser aquí y siempre, sin pendejadas.

—Solo los estúpidos viven preocupados por lo que no hicieron en el pasado o sobre qué harán en el futuro, sin reparar en lo que no están viviendo en el presente— Jazmín solía decir.



El día que la conocí, fuimos a nadar a la bocana del estero y pasamos toda la noche ahí, acostados, desnudos sobre los diamantinos grumos de las valvas hechas polvo de estrellas; grumos que brillaban con la luz del plenilunio, resplandeciendo en su rostro de manera intermitente.



Si bien Lorna guardaba afecto por Jazmín, al percatarse de que andábamos noviando, su aprecio por ella se acrecentó aún más y, como consecuencia, accedió a que la Hilario compartiese conmigo los estudios en torno a la Enseñanza del Tiempo, en los que mi amiga me había iniciado: un arte de la adivinación basado en la potenciación del número, asociado a ideas y a los ciclos de la rota del tiempo o de la vida; una especie de gematría no inspirada en la simbología cabalística, sino en las tradiciones grecolatina y china.



Al principio, Lorna me hizo tomar asiento y, colocando en la mesa un mapa de América, a su costado izquierdo puso el plano astrológico y al lado derecho, el diagrama chino de Lo Shu.



En un mapa de América o en un mapa astronómico, el Norte apunta hacia Alaska, en el Sur se encuentra la Tierra del Fuego, el Este se localiza a la derecha, yendo a Europa, y el Oeste se ubica a la izquierda, en dirección al océano Pacífico.



Cuando cotejé el mapa del continente americano con el mapa astrológico, en éste, el Norte, vinculado con el verano, aparecía abajo, hacia la Argentina; el Sur, relacionado con el invierno, estaba arriba, en dirección a Alaska; el Este, ligado a la primavera, quedaba a la izquierda, rumbo a las islas del Pacífico; y el Oeste, identificado con el otoño, se encontraba a la derecha, en la ruta a Europa.



Algo similar sucedía con el diagrama de Lo Shu: aquí, el Norte estaba relacionado al invierno y al trigrama Kan —masculino—, que representa la Luna, apuntando en dirección a la Argentina; el Sur aparecía asociado con el verano y con el trigrama Li —femenino—, que representa al Sol, señalando hacia Alaska; en tanto, el Este y el Oeste estaban en la misma posición del plano astrológico occidental, a la izquierda la primavera y a la derecha el otoño: puntos fijos como son los puntos cardinales, en ambos casos aparecían al revés respecto de un mapa de América vinculado a un mapa astronómico.

—En comparación a este mapa de América, ¿cuál de los dos planos es el correcto?, ¿el astrológico o el diagrama de Lo Shu? —Lorna me preguntó. Pensé que trataba de burlarse de mí.

—Sin duda, en el plano astrológico y en el diagrama de Lo Shu sus ejes Norte-Sur están al revés si los comparamos con un mapa del continente americano relacionado con un plano astronómico. En pocas palabras, están mal diseñados —dije, categórico.



Cuando Jazmín se vio ante la misma prueba, observó un buen rato las tres cartulinas sobre la mesa y, alzando con sus manos el plano astrológico y el diagrama de Lo Shu, dijo:

―El plano astrológico occidental está diseñado tomando como base el hemisferio norte, donde el Norte se vincula con el solsticio de verano y el mes de junio; y el Sur, con el solsticio de invierno y el mes de diciembre. En tanto, el trazado del diagrama Lo Shu toma como base el hemisferio sur, en que el mes de diciembre está relacionado al solsticio de verano y al punto Sur, mientras que el mes de junio, al solsticio de invierno y al punto Norte.



Enseguida, repuso:

―Independientemente de que las constelaciones en el mapa astrológico se muevan como la tierra, en contra de las manecillas del reloj. Aquí la verdadera pregunta es saber en qué se basa la tradición occidental para dar como válido el plano astrológico cuyo diseño toma como punto de referencia el hemisferio norte, y no el diagrama de Lo Shu, cuyo diseño está basado en el hemisferio sur de la Tierra.

—Consiste en que la empatía cósmica, conectada a la labor mágica, confluye en el polo magnético de la Tierra, situado al Norte. Por eso también todo ritual mágico se inicia siempre mirando hacia ese punto cardinal— Lorna dijo.



Ese día, en torno a la relación Norte-Sur, la de los solsticios, dentro de la rota del tiempo, Lorna explicó algunos aspectos místicos que se prestan a profundas cavilaciones, diciéndonos que la relación Norte-Sur, para las tradiciones de los mundos occidental y oriental, representaba el eje que vincula todas las cosas del universo, y que el Septentrión, dentro del hermetismo de Occidente, era el símbolo del mundo celestial —la luz de verano en junio— y también la del Padre Creador; mientras que el Sur era imagen fiel del paraíso terrenal y de la Madre Generatriz —la oscuridad del invierno en diciembre—.Pero que para la antigua China, el Sol, en su aspecto femenino, estaba relacionado con el punto Sur y con Li, la hermana de en medio.

—El Sol del verano austral es siempre femenino —repuso.



Mientras que la Luna se relacionaba con el Norte en su aspecto masculino, a la que los chinos identifican con el nombre de Kan, el hermano de en medio. Bajo estas circunstancias —recalcó— tanto la Luz como la Oscuridad son dos fuerzas que al tiempo que se atraen, se rechazan, manejando uno y otra energías positivas y negativas a la vez.



En ese punto, aclaró que la tarea primordial de la estirpe humana, dentro de la Enseñanza del Tiempo, consistía en el aprendizaje de una ciencia, llamada hermética por desconocida, cuya tarea primordial era encontrar el punto de equilibrio entre Luz y Sombra; y que, de lograrlo, esto nos revelaría los secretos del verdadero sentido del arte de vivir, reflejado en la práctica de un arte notorio, en el que los actos del destino se resolvían a nuestro favor como por arte de magia. Para ello, explicó, era indispensable que conociésemos de la Luz y de la Oscuridad tanto los aspectos positivos como negativos que anidan en su naturaleza original, así como la manera de atraerse y repelerse dentro de este mundo fenoménico en que el Sol y la Luna intercambian su polaridad sexual de un hemisferio a otro, dándonos a entender que la verdadera naturaleza de Dios era andrógina, y que este era más bien una Matropater, cuya esencia nada tenía que ver con el maniqueísmo de las religiones del patriarcado, concentrado en resolver una eterna lucha universal entre las fuerzas del Bien ―representado por la Luz― y las del Mal ―simbolizado por la Oscuridad―.



A tono con la Gran Tradición, la Wicca, de la cual Lorna era adepta, concibe la creación del mundo en aparejamientos. A esta pareja primigenia de Divinos Consortes, la milenaria China la reconoció con los nombres de Yin y Yang; en Mesoamérica, los aztecas identificaban los principios creador y generadora del universo como Señor y Mujer de nuestra carne, y se llamaban Tonacatecuhtli y Tonacacihuatl, denominando al lugar de su residencia Omeyocan, el Lugar de Dos; la cultura grecolatina, en tanto, contempla el aparejamiento de Uranus-Geo o Caellus-Titea.



El gnosticismo, en una de sus fuentes más apegadas a la Gran Tradición, también concibe a Dios como a una Matropater, sugiriendo que la "Divinidad Suprema puede identificarse con un cuerpo bivalente que, en su rol masculino, representa la parte del Padre Primero; es el Inefable, el Profundo. En cuanto a su rol femenino, encarna a la Madre del Todo: es el Vientre Cósmico, el Silencio, la Gracia. En lo que concerniente a la creación del mundo, las citadas fuentes describen cómo la Madre del Todo recibe en su vientre la semilla del principio de lo Inefable, propiciando la expansión de lo Divino con el acto mismo de la Creación, la cual en su etapa inicial —reconoce— estuvo constituida por una alineación de aparejamientos armoniosos de las energías masculina y femenina".



Al respecto, la tradición china habla de que de esta pareja suprema, simbolizada por el Yin y el Yang, se desprenden cuatro aparejamientos de su misma índole: Chien y Kun, Chen y Sun, Kan y Li, Ken y Tui; en tanto, la cultura grecolatina resume esto en cinco aparejamientos: Zeus y Era, Poseidón y Deméter, Apolo y Artemisa, Hermes y Atenas, Hefesto y Afrodita. Estos aparejamientos previos, citados por la tradición de todas las grandes culturas de la antigüedad en torno al fenómeno de la creación del mundo, adquieren especial relevancia en la organización y funcionamiento del universo entero, cuyo plano de coexistencia está situado dentro del ámbito de las mentes creadoras y generatrices de la Gran Obra.



―Por algo el cerebro humano es dos en uno― Lorna apuntó.





IX





Después de que Martín, Adelaida, Jazmín y yo anduvimos buscando por el monte a un Memito Boniface y a un Cuco desaparecidos desde hacía ya varias noches, el inocente muchacho fue encontrado muerto en las aguas del estero, en tanto al Cuco nunca lo volvimos a ver por Mármol. Solo Adelaida Inzunza pudo medio mitigar la profunda depresión en la que se sumió Martín.



«Cuán frágil es la vida, pero cuán placentero es burlar los límites de esa fragilidad», solía decir el cura Serrano.



A raíz de la partida de Juana Vidales y el fin de la riesgosa relación que Ramón sostuvo con ella, se produjo en el alma del chico un desánimo propiciado por la ausencia de emociones fuertes, recobrando nuevos bríos en cuanto empezó a investigar qué era lo que Carlos Flores y Augusto Fuentevilla filmaban durante sus expediciones subrepticias por el monte y qué era lo que hacían mirando esas películas, encerrados en el estudio de la casa del superintendente hasta altas horas de la noche. Para eso, Ramón Hidalgo se introducía por las noches al casino ubicado contiguo a la casa de Augusto Fuentevilla, saltando la barda hacia su residencia para luego trepar la tapia y desde la azotea espiar por el cubo que daba hacia la apartada estancia donde los señores exhibían sus mórbidas películas voyeuristas.



El rito de siempre consistía en culminar su reseña pornográfica con una feroz orgía, y como acto seguido, tarareando o silbando dulces tonadillas, se dedicaban a limpiar con aséptico detenimiento las paredes y los muebles batidos de semen. Terminada su tarea, encendían incienso y reposaban, sentados, deleitándose con el aroma que despedían las varas ardiendo, cuyo buqué era insuficiente para apaciguar la densa humorosidad flotando en el ambiente. Finalmente, se despedían tomados de las manos y muy sociables se besaban en la mejilla, deseándose un feliz hasta mañana.



En ese ir y venir de un voyeur espiando a otros voyeuristas, Ramón Hidalgo logró por fin internarse al estudio y sustraer de la casa una serie de fotos y cintas muy tentadoras, entre las cuales se encontraba una de especial interés.



Se trataba de la filmación, con cámara oculta, del cumpleaños de César Boniface, festejando con sus cuates en la palapa de la boca del estero. En ella aparecían el jefe de electricistas con sus contertulios hasta la madre de borrachos, sacrificando un marrano para el convite, mientras Memito, por enésima ocasión, se veía bajando de una camioneta los cartones de cerveza Pacífico para rellenar dos medio tambos que servían de hieleras.



De pronto, inopinadamente, Memito fue asido de los brazos por la caterva de ebrios y con lujo de violencia lo llevaron en vilo hasta una mesa sobre la que lo lanzaron de bruces, bajándole los pantalones a tirones. En tanto, el rostro de su hermano César, radiante de malignidad, untaba cebo a la cola del cerdo sacrificado. Ahora sobre Memito había un par de tipos encaramados a su espalda, al tiempo que otros le sujetaban de piernas y brazos, riendo a mandíbula batiente.



Como si pasease al pebetero olímpico, César Boniface empuñaba  el rabo a lo alto, corriendo alrededor de la mesa hasta pararse finalmente en el punto en que su hermano yacía de culo frente a él. César hizo un ademán solemne con la cola mocha y, por el tronco, la ensartó en el esfínter de Memito —por los gestos de su rostro podían adivinarse los desgarradores gritos de dolor—, al instante en que, con violencia inaudita, César sacaba aquello del interior del recto de su víctima; pero habiendo sido abiertas las cerdas de la cola del animal en sentido contrario dentro del culo del chico, el intestino grueso botó por los aires, desgarrado, pendiendo cual si fuese trompa de elefante.



En otra escena se veía Memito revolcándose de dolor por el suelo. De ahí, era levantado en peso y arrojado al estero, con la trompa saliente de sus nalgas pegoteada de arena y sal. Aquel macabro acontecimiento transcurrió no sin antes haber medio matado al Cuco a punta de machetazos, lanzándole moribundo al cazo de aceite hirviente.



En el curso de los cinco días en que Adelaida, Jazmín y yo anduvimos cuidando de que Martín no fuese a matar a César Boniface, tal y como había jurado hacerlo, llegó el viernes, día en que Ramón Hidalgo fue sorprendido por Augusto Fuentevilla y Carlos Flores en la azotea de la casa del superintendente, logrando —en caliente— solo la devolución de una parte de las películas y fotografías sustraídas de dicha residencia, donde no aparecía por ninguna parte la cinta sobre la muerte de Memito ni otras cintas más antiguas, como las de las orgías realizadas entre Flores, Fuentevilla y Casimiro Boniface, preso en la cárcel de Mazatlán. Pero también durante esa mañana, Gildardo Hidalgo ya había ultimado los preparativos que lo llevarían a poner en manos de la justicia a Augusto Fuentevilla, a Carlos Flores, a don Leano y a su yerno, Genaro Navarrete, gerente general de la fábrica.



En el caso de Augusto Fuentevilla y Carlos Flores, el licenciado Hidalgo había recibido otra comprometedora documentación reciente, enviada desde España por la Chenta Lizárraga, vinculada a dos cuentas bancarias adicionales: la cuenta principal estaba a nombre de Fuentevilla, y la otra, a la de su amante, Carlos Flores, en la que se encontraban depositados los jugosos intereses generados por los robos de toneladas y toneladas de cemento.



A la par, el licenciado Hidalgo tenía planeado deshacerse de Genaro Navarrete, acusándolo cuando menos de encubrimiento, ya que su suegro, don Leano, había vuelto a las andadas, moviendo las cercas de su inmenso rancho hacia el interior de los terrenos de la fábrica. Esta vez, en lugar de reinstalar los cercos en el sitio debido como antes se había hecho, un equipo de ingenieros topógrafos con planos en mano, en compañía de notario y de las autoridades, se encargaría de hacer las mediciones pertinentes para detectar las dimensiones exactas de los terrenos usurpados por el terrateniente. Con esto, haría efectiva una demanda judicial para aprehender a don Leano.



Conociendo lo obcecado que era Martín, a instancia mía, el cura Rutilio Serrano lo invitó ese domingo a que nos acompañase a ir de pesca al cerro de Tecojobichi. Martín aceptó, de tal modo que muy de mañana emprendimos la cabalgata de tres kilómetros que distaban del pueblo a los acantilados. Como a mitad del sinuoso camino, pasaron atropelladamente en camioneta Augusto Fuentevilla y Carlos Flores; iban a toda prisa rumbo a las playas del estero. Al llegar allá, encontramos el vehículo metido entre los matorrales, en las inmediaciones del Tecojobichi. De Augusto y de Carlos, ni rastro.



Toda una odisea: nos apeamos de los animales y bajamos los utensilios que había que utilizar para la expedición, e iniciamos a pie la subida al cerro, bordeando los farallones del lado sudoeste hasta llegar al crestón más alto, situado justo al oeste, frente a mar abierto. Ya allí, había que descender el equipo de pesca y las hieleras repletas de bebida y comida por una escabrosa pendiente, como de cuarenta metros. A quince metros del reventadero de olas en el acantilado se encontraba el sitio elegido, compuesto de una serie de filones de rocas que formaban una retahíla de paredes naturales, que a su vez dividían una sucesión de galerías totalmente inconexas entre sí, al grado de que no era posible la visibilidad de un plano a otro.



Llegando allí, nos abocábamos a organizar el equipo para iniciar la pesca cuando, desde una de las galerías contiguas, alguien gritó:

—¡Ajá! ¿No que no caías, cabrón?

Era César Boniface, batallando con un enorme mero, rasgando las olas a lo lejos.



Como resorte, Martín Hidalgo se incorporó y empezó a subir la cuesta, dirigiéndose, como rayo, al punto inmediato que le permitiera bajar al sitio donde se encontraba el jefe de electricistas. Como pude, me fui tras él, y detrás de nosotros, Rutilio Serrano. Cuando me disponía a bajar hacia la terraza cercana, escuché a Martín que le reprochaba a César:

—¡Mataste a tu hermano, hijo de tu puta madre!



Y se trenzaron en un forcejeo de muerte, del que Martín, dada la superioridad de la fuerza física del electricista, llevaba todas las de perder. Al llegar hasta ellos, Martín estaba a punto de ser arrojado, en vilo, al reventadero de las gigantescas olas, tratando de escalar con furia el acantilado.



Se oscureció el cielo en torno a mí, pero antes pesqué en el aire a Martín con fuerza desconocida. Luego, no supe más que lo que a continuación escuché:

—¡Soy raza maldita, sangre, odio y amor infinito! ¡Soy la vena aorta de Adán y Cristo! ¡Soy espada de muchos filos! ¡Soy la venganza divina! ¡Soy la esperanza de mis hijos! ¡Soy luz de los postergados! ¡Soy santo y asesino! ¡Soy Caín, hijo de Dios!



—Todo cae por inercia. Aquí no ha pasado nada. Vámonos, muchachos— dijo Rutilio Serrano a Martín y a mí, que yacíamos en el suelo, mientras César Boniface había caído al vacío para estrellarse de hocico en el acantilado, siendo luego devorado por el mar.



El lunes, en la mañanita, fue encontrado en la bocana el cadáver de César Boniface. Hasta el mar no lo había podido digerir, vomitándolo en la arena. Ese día, Fuentevilla, con afán de recuperar lo más pronto posible las comprometedoras películas sobre las orgías con sus amiguitos y la del asesinato de Memito, ponía en el escritorio del abogado Hidalgo una primera serie de instantáneas fotográficas donde, curiosamente, solo aparecían César Boniface y Martín Hidalgo, forcejeando en los acantilados del Tecojobichi, hasta rematar en una última foto que daba pábulo para probar que el chico había lanzado al mar al electricista desde lo alto.

—Ayer, tu hijo asesinó a César Boniface.

—Es totalmente falso lo que dices, Augusto… No basta con estas fotografías. Si yo quiero, en este momento te puedo refundir en el bote— Gildardo Hidalgo contestó, señalándole a Augusto Fuentevilla las irrefutables pruebas de que era el cerebro de la organización que había estado saqueando la empresa.

—Si quieres salvar a tu hijo, debes saber que el que dicta las reglas aquí soy yo, Hidalgo. Para que no digas, también te voy a dar las fotos del coautor de este asesinato y del encubridor de tu hijo. Se trata de un amigo suyo y del cura Serrano— Augusto Fuentevilla advirtió a Gildardo Hidalgo, desencajado.

Luego de mostrar fotos del cura Serrano al lado de Martín y de mí, escapando de la escena del homicidio, Fuentevilla repuso:

—Ya verás toda la película cuando se la presente al juez en los tribunales, porque tenemos filmado todo lo que sucedió ayer domingo en el Tecojobichi. Más vale que lo creas.

—Tampoco olvides, Augusto, que yo tengo la película de la muerte bestial del tontito y las de tus orgías. Ese electricista era un psicópata asesino— Gildardo Hidalgo dijo.

—Si es así, tú también recuerda que el candidato a la presidencia de la república es sobrino de mi mujer. De esta, ni tu hermano Ángel te va a salvar, Gildardo. Es mejor que negociemos. Un choque entre nosotros no conviene a nadie— Augusto Fuentevilla sentenció, contundente.



Acto seguido, Fuentevilla se dio el lujo de mandar llamar al cura Serrano, quien confesó lo sucedido.



Después de que Gildardo Hidalgo, acobardado, traicionara incluso al primer delator, dando hasta el nombre del fulano, y del intercambio puntual de irrefutables pruebas que ponían en serios aprietos a un bando y a otro, Augusto Fuentevilla, apoderado de la situación, dictaminó una última sentencia: que, por supuesto, Martín y yo no iríamos a la cárcel, sino que, como correctivo, pasaríamos un año en el seminario de San Rafael, en Mazatlán, por haber cometido un asesinato, asunto que el padre Serrano —estupefacto— se comprometió resolver ante el obispo.

—A ver si así se componen estos muchachos— dijo Augusto, en tono conciliador.

A la par, Gildardo Hidalgo debía presentar su renuncia, además de guardar silencio cuando Augusto Fuentevilla y Carlos Flores acusaran penalmente a sus socios Genaro Navarrete y a su suegro, don Leano, por el robo de terrenos y cemento propiedad de la fábrica: santo remedio.



A los días que Martín y yo ingresáramos a primer año de Latín en el seminario, Gildardo Hidalgo renunciaba a su cargo y partía con su familia a Culiacán. En lo que Genaro Navarrete escapaba de la justicia, don Leano era apresado y puesto en la cárcel, acusado de robar a la empresa por partida doble. Después de eso, Augusto Fuentevilla y Carlos Flores asumieron los puestos de gerente general y superintendente de Cementos Vic.



A los meses de haber ingresado al seminario, supimos que a Rutilio Serrano, durante la campaña de despistolización, lo había agarrado la Policía Judicial en una cantina de mala muerte, empistolado, portando una charola falsa de esa corporación policial. De permanecer cosa de una semana en la cárcel, Rutilio Serrano fue sacado de allí para reunirse en el embarcadero del puerto de Mazatlán con la cuerda de presos que iban rumbo al reclusorio de Islas Marías. Desde entonces es el cura de aquel lugar, y dicen que, hasta la fecha, siendo un viejecito, el Papa Rutilio como le apodan, sigue poniéndose hasta las trancas con un fermento que preparan los internos, conocido como turbo: ¡ya sabrán!



Ya en su faceta de subdirector corporativo dentro del monopolio cementero, es Augusto Fuentevilla el que ordena llevarse la fábrica de Mármol. En tanto, Carlos Flores, como su gerente general, fue el encargado de desmontarla para establecerla en otro sitio. Al poco tiempo, salieron de aquella corporación con mucha lana para dedicarse de lleno al negocio de las maquiladoras en Baja California.



De no haber sido un certero balazo en la cabeza el que cegase la vida de mi padre, andando por el monte, seguramente estaría ahorita disputándose con la Mila, la dueña de la tienda del pueblo, su supremacía sobre los contados vestigios económicos que quedaron de aquella localidad rascuache.





X





Martín y Ramón Hidalgo, así como Albertico De León, su cuñado, pertenecen a esa nueva generación de narcotraficantes educados en los más destacados colegios católicos y universidades privadas del país y del extranjero, cuya principal gestión en este mundo matraca radica en operar como inversores en múltiples consorcios del mercado financiero. Su poder económico y político solo es equiparable al del reducido grupo de empresarios y políticos que conforman la plana mayor de multimillonarios de México. El vaticinio del hoy extinto Ángel Hidalgo se cumplió al pie de la letra: el crimen organizado se apoderó del país con la llegada del sobrinito de Suki de Fuentevilla a la presidencia de la república.



En un rosario interminable de encuentros y desencuentros amorosos, Martín Hidalgo por fin se casó, en Tijuana, con Adelaida Inzunza, evento que fue todo un acontecimiento social no solo en esa ciudad fronteriza donde residen, sino también en el vecino país, a raíz de sus nexos con gente muy poderosa de Estados Unidos. Destacados hombres de empresa de Baja California y del otro lado de la frontera norte fungieron como padrinos y testigos de la boda; entre estos estaban los antaño funcionarios cementeros y hoy magnates de la industria maquiladora, don Augusto Fuentevilla y don Carlos Flores. Amén de las luminarias de Los Ángeles y Miami, que dieron fe de aquel acto solemne, los Hidalgo reservaron para mí, para su gran amigo, el Ginio Comal, un lugar principalísimo.



Fuera de lo que de aquí en adelante pudiese depararme la vida, aquel feliz acontecimiento tuvo para mí un significado trascendental, no solo porque suscitó un reencuentro con un pasado dramático, estremecedor, que obliga a recapitular sobre muchas cosas, sino porque también ese día delimitó la pauta para el inicio de una transformación radical de mi existencia, cuyo reflejo es mi vida actual en Querétaro.



Después de tanto tiempo, volví a encontrarme en aquella fiesta a una serie de personajes tan gratos en mi memoria. Por ejemplo, saludé al Pelón Inzunza, tío de la novia, y a su pareja, el Pipope Hernández, que, radicados en Mazatlán, felices, administraban su propia birrería. Sentí una especie de Big Crunch en el corazón cuando descubrí a Jazmín entre la gente ahí reunida, una Jazmín convertida en toda una figura de la farándula en Las Vegas, que iba acompañada de un asistente disfrazado de Liberace: era el Alain Cota, que, por los días en que ingresamos Martín y yo al seminario, abandonó a la Doris con tal de seguir los pasos de Jazmín, camino hacia Estados Unidos.



Al encontrarme con Jazmín, nos fundimos en un abrazo tierno y profundo, mientras el hoy Liberace Cota unía las manos al pecho, trémulo de emoción. Le dije a ella que tenía varios días recordándola, porque había escuchado una nueva canción en voz de una española, llamada Luz Casal, que la describía de manera increíble tal y como era ella. Me tomó de los hombros y me besó en la mejilla, diciendo, al tiempo que me quitaba la mancha del carmín:

—¡Ay, si a ti ya no debo besarte! ¿Verdad? —luego, coqueta, Jazmín preguntó, cuando estábamos bailando—: ¿Te acuerdas de alguna estrofa de esa canción que dices te hace recordarme?

—Sí.

—¿A ver?, cántamela al oído. ¿Quieres?

—«En la cuerda floja de la soledad, único dueño de ti, eres blanco contra gris. Ese es el precio de ser feliz. Ni ayer, ni porvenir, sueñas despierto, prohibido prohibir. Sí, Jazmín, Jazmín sigue siendo así. Sí, Jazmín, Jazmín, libertad sin fin. Sí, Jazmín, Jazmín, eterno bailarín. Sí, Jazmín, Jazmín, sigue siendo así».

De sus ojos rodaron dos lágrimas.



Y dije que ese suceso determinó mi vida futura, porque en esa boda de Martín y Adelaida conocí a “Lucy in the Sky with Diamonds”, a esta Lucy Mateos que bajo este cielo nocturno queretano, plagado de diamantes, es la madreperla que está a punto de darme mi primer hijo. Lucy, entre las mujeres insustituibles de mi vida, es la cuarta.



Cuando me la presentó Lorna Mendívil, emitió una nueva y última sentencia:

—Ni la menor duda, Higinio. Tu destino queda sellado con tus Ele Emes —por lo de Lucy Mateos y, desde luego, por sus propias iniciales: L. M.



Y es que, en realidad, la creación del universo no está cimentada en la discriminación de la Gran Obra, sino en la afinidad de signos y cosas que conforman y relacionan el todo, unificando la diversidad dentro de la plenitud. «Ese es Dios», Lorna solía decir.

—¡Higinio, creo que ya va a nacer! —dijo Lucy al estacionar el coche en la puerta del Sanatorio Margarita.

Apresurado, me bajé y toqué el timbre del portón varias veces.

—¡Voy, ya voy! —escuché del otro lado una voz que me pareció familiar.

En efecto, era María Pueblito, una joven enfermera que había sido mi alumna en la Escuela de Enfermería, y sin dar tiempo a más, la saludé y le expliqué la situación de mi mujer, sentada en el asiento del coche.



En recepción estaban dos jóvenes novatos, en calidad de médicos de guardia. En lo que me confesaban los pasantes que jamás habían intervenido directamente en un parto, entre los tres instalamos a Lucy en la camilla y la introdujimos en una habitación, donde María Pueblito y la recepcionista rasurarían el vello púbico de mi pareja. En eso, hablé por segunda ocasión con nuestro ginecólogo, que con un: «Usted no se mortifique. Aunque se le haya reventado la fuente, esto todavía tarda. Estése tranquilo; ahorita salgo para allá», el tipo me tapó la boca, colgando el auricular.



Terminada la labor de rasurado, las chicas sacaron a Lucy de la habitación y, en cuanto me vio, con premura, dijo:

—¡Ya va a nacer, Higinio! ¡Tengo muchas contracciones!

Me di cuenta de que entrecruzaba las piernas con fuerza.

Los practicantes se miraron con estupor; en tanto, reaccioné, ordenando:

—¡Hay que intervenir, muchachos!



Los chicos actuaron, adelantándose hacia la sala de partos para hacer los preparativos; entretanto, los seguía sobre la rampa que iba a dar al segundo piso, empujando por esta la camilla con mi mujer. De ahí, tomamos por un pasillo hasta llegar a la entrada de una amplia estancia, en cuyo interior había una hilera de cubículos, y, al fondo, se divisaba la puerta de ingreso hacia una habitación final, desde donde uno de los chicos gritó, mortificado:

—¡Por aquí, por aquí, señor!

La acostaron en la mesa de expulsión, destrabándole a Lucy unas piernas reacias a desatarse por temor de que fuese a salir la criatura. Por fin, lograron empotrarle las piernas en sendos aparatos. Me quedé parado en el quicio de la puerta, mirando a mi mujer de su costado izquierdo, y, en lo que se acomodaba el segundo guante uno de los pasantes, intempestivamente, de las entrañas de su madre el bebé asomó la coronilla de su cabeza, saliendo expulsado. Al acto, el practicante alcanzó a cacharle con una mano, mientras el bebito estallaba en llanto.



Chapeada, con las venas inflamadas a la altura del cuello, Lucy recibió a nuestro hijo en el pecho, mirando hacia mí: era la 1.49 de la mañana en el reloj de pared. Después, acerqué el rostro al de mi mujer, posando mi nariz sobre la suya, diciendo:

—Me veo en las pupilas de tus ojos.

—Y yo en las tuyas, Higinio. Pero también veo en este niño que está en mi regazo el dulce beso de un arco iris que nos irradia… Es como recibir una ablución de rojo, acompañada de un místico carmesí, de un azul reposo, de una agua verde, de una luz marfil; incluso, cuando cierro los ojos, te sigo viendo como a un ser volátil y luego me veo junto a ti, y nos fusionamos en una sola energía.



Como la Policía, el ginecólogo llegó tarde, justificando su presencia con la de que a él le tocaba realizar el trabajo fino, como era extraer los restos de la placenta del interior de la matriz de mi mujer y encargarse del ombligo del bebé.



El bebé fue trasladado a los cuneros y Lucy fue bajada a una habitación del primer piso, donde, exhausta, quedó dormida. El médico me sugirió que hiciese lo mismo, y yendo de salida rumbo a casa, María Pueblito salió al paso, diciéndome sin visos de mordacidad:

—Padre Ripa, lo felicito; su hijo es muy hermoso.

—Sí, María Pueblito, es muy bello…Pero no me llames así; hace rato que colgué la sotana. Al fin y al cabo, entre Dios y la estirpe humana no debe de haber mediadores, ¿no le parece?



Luego, me comuniqué con Adelaida y Martín, dándoles la noticia del feliz nacimiento de nuestro hijo, diciéndome mi amigo por el auricular:

—Así como nosotros te concedimos la distinción de que nos casaras por encima de la petición del obispo de Tijuana para oficiar aquella ceremonia, de la misma manera queremos Adelaida y yo que nos distingan con el honor de llevar a bautizar a su bebé.

—No, Martín. Les agradecemos de todo corazón ese bello gesto. Hace tiempo que dejamos de ser creyentes.

—¡Qué belleza! No me digas que se volvieron wiccanos, como mi madre.

—Tampoco, Martín— luego me acordé de lo que una vez dijo Doroteo de Gaza, un místico del siglo VI, y haciendo mío aquel pensamiento suyo, repuse—: Imagínate, Martín, el mundo como un círculo en el centro del cual se encuentra Dios; los rayos del círculo son los diferentes modos de vida de los hombres. Si todos los que quieren acercarse a Dios van hacia el centro del círculo, se acercan al mismo tiempo a Dios y a los otros hombres. Cuanto más se acercan a Dios, más se acercan los unos a los otros. Y cuanto más se acercan los unos a los otros, más se acercan a Dios.

—¡Óooorale, pinche Ginio! Ya vas a empezar con las mafufadas que nos decías en el Tecojobichi… ¡Qué días tan chingones!, ¿no ? Solo nos falta reunirnos con Jazmín y aventarnos un buen joint.

SEP-INDAUTOR
REGISTRO PÚBLICO
03-1999-081613301/00-01






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